miércoles, 12 de enero de 2011

LA CAÍDA DE LA CASA CUADRA

Álvaro Cuadra


Me es ya muy difícil recordar todos los acontecimientos cronológicamente y plasmarlos en la página en blanco, como un dictado del más allá; como cuando escribía guiado por una inhumana voz que me decía todo lo que tenía que escribirle a mi ahora desaparecida amada.

Creo que estaba dormitando cuando recibí la llamada del menor de los Cuadra desde el aeropuerto y, aunque no tenía ni las más mínimas ganas de moverme de mi cama, decidí que debía acudir al llamado de mi amigo porque, además de haber planeado desde hace mucho tiempo nuestro encuentro por esos medios demoníacos del internet, le debía mucho al flaco; no sólo por haberme presentado a la mujer con la que pensaba quedarme por el resto de mi vida, sino también porque siempre sospeché que él me consideró como un miembro más de su deslucida familia (a la que, por cierto, tuve que bancarme poco pero demasiado tiempo).

Siempre me causó una gran nostalgia pisar un aeropuerto. Son lugares muy extraños, porque a pesar de caracterizarse por ser muy bien iluminados y llenos de gente por todos lados, son también lugares en los que los viajantes se ponen a pensar sobre todo lo que dejarán atrás cuando el avión deje de pisar el suelo. Siempre sentí un tipo de aire fresco en el diafragma cuando iba a un aeropuerto, incluso antes de ingresar a éste nos llega a todos un espíritu de aventura indescriptible.

No fue este el caso cuando fui a encontrarme con Álvaro. No es que su encuentro haya apagado mi espíritu aventurero, sino que yo no dejaría nada atrás; sólo había ido a recibir a mi amigo; en cambio, era él quien debía sentir el otro tipo de nostalgia que le sucede a uno cuando pisa el aeropuerto de su país, ese que es como una calma tiesa que renueva el espíritu, supongo que se debe a la tranquilidad que uno siente cuando vuelve. Es como probar una cucharadita de lo más parecido a un exilio, pero que no lo es.

Divisé a Álvaro en el centro del recinto. Parecía haber buscado el lugar más visible para facilitarme la búsqueda y, al mismo tiempo, facilitarse el transporte de su enorme y pesado equipaje. Parado ahí, flaqueado por sus maletas con estilo retro, parecía esperarme para que lo ayudara a sobrellevar el calvario que representaba el tránsito de semejantes bultos. 
Llegando a él sentí su olor característico, un olor como a azul renuente, en el cual se notaban todos los padecimientos que le habían sucedido por viajar solo y con el mismo peso corporal, aún mayor que el mío, pero todavía insuficiente para el ejercicio físico que demanda el transportar equipajes de tan elevados volúmenes.

El flaco no había cambiado ese ambiguo estilo timburtoniano que lucía con su vestimenta; todavía hacía funcionar sus inseparables auriculares que siempre se encargaban de meter el sonido eléctrico que tanto disfrutaba. Se había mandado a hacer dos huecos en los labios inferiores, uno a cada lado, simétricamente cuadrados, en los que usaba dos piercings, como aguijones de bicho raro incrustados en su carne. Seguía usando sus viejos lentes  de medida de estilo retro y sus pantalones pitillos, tan apretados que a veces no permitían la libre circulación de su sangre por sus miembros inferiores (esto sucedía cuando se quedaba sentado mucho tiempo), que seguían haciendo juego a empujones con su pequeño saco gris de pana inglés, del cual él siempre se jactaba, y el cual una vez me probé insatisfactoriamente. No pude quedármelo puesto (las mangas eran demasiado cortas).


A Anna siempre le gustó que yo la acompañara a su lado cuando cenaba con su familia. Esa noche no iba a poder zafar esa obligación que el compromiso con ella y con sus caderas me obligaba a cumplir. Mi enamorada era realmente preciosa, en todo el sentido de la palabra, hubiera pagado un precio bastante elevado si no la hubiera podido conseguir gratis en uno de esos pasajes deslucidos que la vida ofrece, pero del cual nunca aclara sus razones.

Yo era realmente vasto con Anna. Sus enormes nalgas no me dejaban pensar en amores olvidados del pasado, ni me dejaban hacer las viejas remembranzas de las cuales me había valido todo el tiempo pasado que había tenido que sobrevivir sin ella. Algunos de mis amigos envidiosos pensaban en voz alta para comunicarme, con toda la mala fe del caso, que pensaban que sus nalgas eran mucho más grandes que lo que su cuerpo podía soportar. Usaban estas afirmaciones para argumentar que el cuerpo de mi enamorada era disconforme con la estética. 

Yo, realmente, disfrutaba enfermándome con ella cada vez que teníamos oportunidad de hacerlo. No todo era color de rosa en ella, si bien es cierto que tenía un sobrepeso al borde de lo estéticamente aceptable, compensaba su iracundo carácter y todo eso con su rostro tan sensual como los abdominales marcados de una bailarina exótica.

-Me voy a Argentina para no tener que ver más tanta choleada y, ¡saz! ¡Que se mete un negro a mi exposición!

Álvaro era tan artista como racista. Sus pinturas habían tenido mucho éxito en Sudamérica por gozar de un estilo europeo, y había aceptado una invitación a hacer una exposición en Buenos Aires por el simple hecho de ser en esa ciudad. No perdía nunca la oportunidad, cada vez que salía en cualquier discusión, de aclarar que siempre fue feliz en tierras gauchas, más cuando vivió ahí de pequeño, y que su depresión se inclinó hacia él cuando tuvo que venir a Lima.

-Eso es lo que crees tú porque sólo estuviste en Buenos Aires. Pero, si hubieras estado en las provincias, te hubieras dado cuenta de que no se diferencian mucho de las provincias de acá.

-Pero lo que se suponía que nunca habría allá es un maldito negro entrando a una exposición de pintura. –Se quejaba Álvaro, acomodándose las gafas ochenteras con el índice y el pulgar­– ¿Qué hace un negro en una exposición de pintura? ¡Los negros no pueden pintar! Tienen las manos duras. Son así porque tienen que tocar el cajón y sodomizar a sus negras que tienen la piel más curtida que los brazos de un pescador.

Mi intento por calmarlo había fallado y no me daban ganas de seguir tratando de calmarlo. Hablaba con tanta seguridad que deseé poder hablar como él; no lo hacía porque a Anna no le gustaba que su hermano hablara así y pensé que me ganaría una discusión innecesaria y, tal vez, no tendría esas enormes nalgas entre mis dientes por largo rato si me atrevía a desafiarla.

-¡Deja de hablar pavadas y come!

La abuela se caracterizaba por hablar siempre fuerte y segura. Rara vez pronunciaba una frase sin incluir una lisura o un insulto dentro de ella. Parecía tener la seguridad que le dan los años a aquella que guarda, en el baúl más viejo de la casa, todos los secretos que la vida le ha confesado a lo largo del tiempo. Le gustaba golpear la mesa cuando gritaba, como queriendo atraer más la atención que ya su enardecida voz usaba de por sí.

Álvaro no escondía su miedo; lo dejaba ver como Indiana Jones mostraría su barba de cuatro días al pasar a caballo por los suburbios de la luna. Hasta ahora no puedo olvidar lo mucho que me divertía observándolo comer. Encontraba muy divertida la forma en la que sus largas y huesudas manos metían la comida en su boca, la que estaba opacada por una enorme cabeza, inconstantemente despeinada, la cual siempre lució muy orgulloso al andar por la calle. Había puesto su pañuelo rojo sobre la mesa; siempre que comía se lo sacaba y lo ponía sobre la mesa también atado, como cuando lo ataba a su cuello. Señalaría ese acto como un intento de diferenciarse de las demás personas. Anna nunca se lo bancó totalmente, no porque no compartían gustos artísticos, sino porque creo que lo veía como un pibe que nunca la podría ayudar a resolver los problemas que la agobiaban en la vida. A uno de esos problemas, siempre sospeché, le había puesto una etiqueta con mi nombre.


Esa noche tuve una faena muy dura con Anna. A ella le gustaba que la sodomizara con mucha fuerza y yo siempre tenía miedo de que su abuela, que para infortunio nuestro gozaba de un sentido auditivo muy fino, nos tocara la puerta para decirme que no se bancaba más que haga gritar a su nieta de maneras tan caninas.

Insoportablemente, el trasero de mi novia era muy enfermizo, sus caderas eran exageradamente anchas y eso provocaba en mi cerebro el apartamiento de las ideas dialécticas para dar paso a ideas que, aparentemente, solucionarían mi tremenda sed de contacto carnal. Nunca se alejarían tales ideas de mis pensamientos, ya que, al tratar de satisfacerlas, lo que conseguía era probarlas más y más; y, por lo tanto, enamorarme de ellas más y más. Anna, no obstante, era discreta a la hora de andar por la calle o por la casa, pero nunca fue discreta en su vestir; no se le podría culpar de no serlo porque, pobre ella, le era, para cualquier chica con el cuerpo del que ella gozaba, muy difícil de disimular, más aún con las curvas exageradas que poseía.

Pero de no ser por la amistad que cultivé con Álvaro desde hace muchos años, nunca hubiera conocido a su hermana. Con el flaco me divertía mucho y siempre encontrábamos temas de conversación que nos gustaba discutir en el escenario en el que estábamos. Nunca nos gustaba perder en cuanto a conocimiento de cine o música se nos ponía en el camino, y, si lo desconocíamos ambos, simplemente, el tema nunca llegaba a la conversación. A veces nos quedábamos en su habitación fumando yerba y escuchando las canciones de Pink Floyd; discutiendo de las películas de Tim Burton y analizando sus pinturas.

De sus pinturas diré que las admiraba mucho. De haber podido pintar como él lo hacía me hubiera convertido en un arrogante poeta maldito, similar a lo que él fue. Siempre envidié una muy grande que él hizo en mi presencia. Figuraba un tipo muy asustado, sentado, abrazado a sus rodillas, con la mirada perdida en algún punto de algún espacio en el que, parecía, no pasaba el tiempo ni por asomo. Tenía los cabellos casi parados por el temor y la barba un poco crecida. Vestía un saco muy antiguo con mangas muy cortas, un pantalón pitillo y botas militarmente sujetadas por unos cordones muy gruesos. Desconozco la manera en que él le había dado un efecto muy creíble para que pareciera que el tipo realmente temblaba de miedo. La habitación en la que estaba lucía abarrotada de cables; algunos enchufados; otros atados; otros pegados con cinta adhesiva; otros parchados; otros enroscados a otros cables y a otras partes de la habitación, pero ninguno ofrecía seguridad. Las advertencias hechas para mantener a cualquier incauto lejos de ellas también parecían viejas y desprovistas ya de eficacia. Se suponía que dentro de las cajas de metal estarían más cables de alto voltaje; pero, todas estaban tan pegadas a las demás que el cuadro sólo era posible en sí mismo. Parecía que si el tipo de los pantalones pitillos se movía, tan sólo un poco, moriría electrocutado ipso facto.

Yo presencié el comienzo y el final de esa pintura. Al fin le puso algunos libros que él solía leer –como The Birds de Daphne du Maurier o el Frankenstein de Mary Shelley– regados por el suelo, como si el tipo del pañuelo rojo en el cuello los hubiera dejado caer del susto que le dio el tan sólo hojearlos.

-¡Che! Esta la voy a poner justo en la entrada de la sala. –Decía, mientras sostenía el cartón con las dos manos y la observaba sonriente–. Será la primera pintura que vean al entrar a la exposición.

Yo asentí cuando él me miró para saber qué es lo que yo pensaba acerca de lo que había dicho; pero, en realidad no me gustaba la idea de tener que decirle que me gustaba aquella imagen en su cartón; no porque el dibujo no fuera buenísimo, sino que lo envidié demasiado por poder dibujar y expresar sus pareceres de esas formas. Siempre envidié a cualquiera que sea un maestro en las artes plásticas. En cambio, para bajar un poco su ego, me interesé maliciosamente por otro dibujo que tenía en su habitación.

-¿Qué significa este? ¿Una puerta?

El dibujo mostraba una puerta, equidistante de los bordes del cartón, muy realísticamente interpretada.

-Es la única puerta de la casa que no se abre.

-¿Cómo que no se abre?

-La vieja de mierda nunca deja abrir esa puerta, a nadie. Cuando éramos niños, Anna y yo, intentamos abrirla para saber qué diablos había adentro pero la abuela se arrebató y nos alejó de ella con palo en mano -Hablaba así mientras enrollaba el cartón y lo metía en un cofre que tenía debajo de su cama. -Siempre gritaba diciendo que no había necesidad de que entraran abrieran esa puerta porque en esa habitación no había nada. ¿No sé cómo pensaba hacernos creer que no había nada? ¡Era lógico que algo tenía que haber! ¿Por qué nos iba a prohibir entrar a una habitación en la que no había nada? ¡Es una locura! -Ahora hablaba caminando por toda su habitación.

Noté, maliciosamente, qué había despertado en él un espíritu aventurero, algo que él había tenido guardado hace mucho tiempo.


Era de una satisfacción anímica el regresar a la casa Cuadra luego de algunos días de ausencia. Debo confesar que tenía algo de miedo al compromiso matrimonial con Anna; una de las razones por las cuales me ausentaba algunos días luego de ir a verla a su casa se originaba en su cuerpo. El simple hecho de pensar cómo sus piernas se organizaban para poder mantenerse el más largo tiempo posible entre las mías, era un motivo para ya no pensar en nada más. Sentía que dejaba de hacer cosas mucho más importantes para estar con ella; y, si el tiempo que pasaba con ella se hubiera convertido en tiempo completo, el retraso se hubiera vuelto crónico. Aunque siempre supe que el amor, ya sea por el sexo, el cariño, la costumbre o el amor por el bienestar de la otra persona, representa el atraso más difícil de visualizar para el ser humano.

La casa Cuadra no disimulaba nada. Cualquiera que se ausentaba algunos días, como yo, y volvía luego de algún tiempo, no podía evitar darse cuenta de lo terrorífica que era su iluminación exterior. El jardín de la fachada, que estaba al pié del porche, tenía un color extraño, una combinación de verde y amarillo, nunca antes visto, que se hacía más extraño por el color de los focos que se mantenían encendidos durante toda la noche. El porche era viejo, con las maderas de la baranda ya podridas; denotaban una mano de pintura blanca pintada hace mucho tiempo, tanto que ya casi no quedaban rastros de ella. Por dentro la casa era como cualquier otra. Era grande pero difícil de transitar, por los pasadizos angostos que en ella había.

El día que observé más a fondo el lugar fue el día del enfrentamiento. Yo había sido recibido por mi novia, que justo ese día la había visto con el trasero más hinchado (había descubierto que una mujer como ella, que apoyara todo su peso sobre su trasero al dormir, conseguiría que éste se le hinchara aún más y se quede con esa ilusión unos cuantos minutos luego de levantarse).

Al entrar nos sentamos en la sala y empezamos a conversar sobre los planes que teníamos a futuro. Yo no me atrevía nunca a cortar esas conversaciones porque había aceptado la idea de renunciar a mis tiempos de creación -y con esto se podrían ver mortificados muchas personas más, incluyéndome a mí- con tal de sumergirme en el mundo dionisíaco que ella me ofrecía.

Cuando sentimos que Álvaro bajaba por las escaleras metálicas que conducían a su habitación, ella me preguntó:

-¿Qué le dijiste a mi hermano?

Su mirada había cambiado tan rápidamente que una brisa de susto invadió mis omóplatos. Álvaro impidió que contestara a la pregunta porque nos miró tan severamente que consiguió aumentar la brisa de susto en mi espalda. No tanto por la mirada, sino por la pata de cabra que llevaba en ambas manos.

-¡No lo vas a hacer! -Dijo Anna a su hermano que llevaba una cara de loco angustiado nunca antes vista.

-¡Mírame hacerlo!

Álvaro se introdujo a la casa por los pasadizos angostos que estaban cerca de la habitación de su abuela. Anna y yo lo seguimos hasta una puerta de madera a la que yo nunca había entrado en los nueve años que llevaba entrando a esa casa. Álvaro se paró frente a la puerta con la pata de cabra en las manos pero Anna lo sujetó. Inmediatamente me di cuenta del parecido que tenía con el dibujo de la puerta que había visto hace unos días en su cuarto.

-¡Si la abuela no quiere que abramos esa puerta no la abriremos!

-Yo no pienso esperar hasta que se muera.

La abuela salió de su habitación vestida con un camisón blanco de apariencia sucia y vieja. Las sandalias habían sufrido una transformación especial para adecuarse adecuadamente a los deformes pies de la octogenaria anciana.

-¡Qué carajos pasa acá!

-¿Crees que no sé que ahí dentro está la herencia que nos dejó el bisabuelo Pepe Lucho?

-¡Carajo, ya te he dicho que esa herencia la gastó tu viejo de mierda para pagar las deudas que tenía con la casa de campo que se quemó! ¡No hay nada en ese cuarto, andáte de acá!

Álvaro apuñaló la puerta con la pata de cabra pero la madera era tan dura que, a pesar que lo intentó muchas veces, no pudo incrustar la punta aplanada en el borde. Debo decir que el flaco nunca se caracterizó por tener mucha fuerza.

Anna y yo le detuvimos los brazos para alejarlo de la puerta. Entre los gritos de la abuela y el sonido que hacía la pata de cabra al rebotar contra el suelo, pudimos sacar a Álvaro de la escena sin que sus negras y esmaltadas uñas nos hicieran daño.

Anna pasó los días muy preocupada desde aquel incidente. Un día, de los primeros de diciembre, ambos celebrábamos su cumpleaños conversando en su sala, comiendo pizza y viendo El Hijo de la Novia. Elegí esa película porque ya la había visto dos veces y sabía que ella no se quedaría callada durante ningún episodio de la cinta. Anna nunca se quedaba callada cuando veía una película. Hasta cuando íbamos al cine me preguntaba acerca de cualquier cosa; entre esas cosas existían también interrogantes de la película. Cuando veíamos una película que no habíamos visto antes, ella no encontraba ridículo preguntarme acerca de qué cosas sucederían más adelante.

-Deberías hablar con Álvaro. Últimamente no ha bajado más que para comer y cierra su cuarto con cerrojo.

Encontré cantidades imponentes de preocupación en sus palabras. Anna no se había preocupado por su hermano nunca antes y no lo estaba haciendo ahora, luego reparé en darme cuenta que estaba tratando de protegerse. Ya conocía muy bien a mi mujer luego de tantas noches juntos.

Toqué la puerta del cuarto blanco porque, como había dicho Anna, Álvaro se había encerrado dentro. Luego de preguntar para saber quién era el que tocaba, me abrió la puerta.

-Pasa, che. ¡Qué bueno que subiste! Quería preguntarte algo.

Evite un tarro de pintura roja y un pincel muy sucio para no mancharme las botas al entrar a su habitación. Su necrófila ropa estaba tirada por todos lados y hasta pisé su correa sin querer en un intento por llegar a la silla más cerca y sentarme. Él se tiró, cuan largo era, sobre su destendida cama y me habló mirando hacia el techo, abriendo las piernas y los brazos.

-¿Tú sabías que mi mamá era bruja?

-¿Qué?

-Todos creen que no lo recuerdo porque estaba muy chico; pero una vez, cuando tenía tres años, creo, una mujer vino a la casa con un bebe en brazos. La señora lloraba y creo que el bebe también. Mi mamá era buscada porque era curandera o algo así. A mí siempre me mandaban a mi habitación y no me dejaban ver nada, pero, la vieja sabe que yo sí me acuerdo y sé que todo ese secreto está en esa habitación.

Dijo todo eso mirando fijamente hacia el techo del cuarto, como si se lo habría aprendido de memoria para decírmelo cuando lo buscara.

-¿Y si de verdad no hay nada?

-Eso es mentira. ¿Para qué va a querer cerrar un cuarto vacío? Ahí hay algo. Y eso no es todo. Ayer estuve en el hospital donde murió mi mamá y pedí los informes médicos de los doctores que la atendieron antes que muriera. No pude entender mucho, y no me dejaron sacar copias, pero al parecer mi mamá pedía que la llevaran a casa porque no quería estar en el hospital; pero, los médicos no la dejaron salir hasta que murió. ¿Te das cuenta?

Se repuso sobre su cama y me miró como esperando que lo felicitara por haber descubierto la pólvora.

-¿De qué?

-¿No te das cuenta, pelotudo?  Mi mamá quería venir a la casa porque sabía que se podía curar en su guarida.

-¿En su guarida?

-La habitación de abajo.

-¿Ahora crees que hay un laboratorio de medicina ahí?

-¡No! Dentro de esa habitación ella hacía sus hechizos. Ella debe haber tenido una especie de guarida con todos los secretos para curar a la gente.

A esas alturas el loco parecía muy seguro de las conclusiones a las que había llegado. Se paró y siguió hablándome de su madre, De la vez que había visto a la mujer con el bebe. Él pensaba que la madre había traído a su hijo ya desahuciado y que su madre lo había salvado con hechizos que ambos ignorábamos.

Cuando Anna me vio al bajar no pudo evitar excitarse mucho al preguntarme acerca de lo que había estado conversando con su hermano. Le conté todo al detalle y coincidió conmigo en que debíamos buscar ayuda psiquiátrica para su hermano porque su abuela, que ya era muy vieja, no podría ser capaz de hacerlo sola. Decidimos que esa noche la pasaríamos juntos en su casa a celebrar su cumpleaños, yo moría por volverla a ver desnuda, y traté de relajar la tensión en mi cuerpo provenida de la conversación con Álvaro para conseguir una larga erección esa noche. Todo esto lo haría mientras Anna se iba a bañar.

Luego de pasar un rato viendo los catálogos navideños de Ripley que Anna coleccionaba, y luego de escoger una gran correa negra para regalarle en navidad (a ella le gustaban mucho las correas negras y anchas con hebillas grandes porque decía que la hacían ver más sexy), sentí una espasmódica curiosidad por ver la puerta de la habitación una vez más; o, por lo menos, acercarme a tocarla y, tal vez, ver si había alguna rendija por donde se pudiera adivinar algo de lo que había dentro.

Todavía ignoro qué miembro de la casa pudo haber ayudado a la abuela a mover semejante mostrador de vajilla para ponerlo justo delante de la puerta. Era un mostrador que había visto antes arrinconado en otro extremo de la casa, muy lejos de la puerta en disputa, y que había sido movido allí, con todo y vajilla de porcelana fina, con toda la intención de impedir el paso a quién se atreviera a acercarse al cuarto prohibido. El mostrador era tan grande, tan difícil de mover a voluntad y tan pesado, que se notaban en el parquet, claramente, las marcas propias de una difícil movilización.

Como era imposible que yo solo moviera semejante mueble, me acerqué a éste con cautela pero con mucha más mala fe, propia de aquel que es impedido de algo y, aunque nunca haya pensado en ello, trata de conseguir lo impedido por el simple hecho de darle la contra al destino impuesto por no ser el escogido.

-¡¿Qué cosa quieres?!

El cuerpo se me quedó tieso por el susto y traté de parar un poco las revoluciones de mi corazón pensando en cosas maravillosas, como las hamburguesas Juancho´s de Jesús María o las caminatas hacia el Estadio Monumental desde el óvalo Huarochirí hasta la Tribuna Oriente.

Pero el miedo fue más al darme cuenta que, prácticamente, las paredes del pasadizo me estaban gritando lo que mis oídos estaban oyendo.

-¡Te estoy hablando a vos!

Ya estaba cerca de la taquicardia cuando advertí la puerta de la habitación de la abuela abriéndose. La vieja salió con la bata sucia de todos los días y con una cara más arrugada de lo normal.

-¿Crees que no estoy vigilando? ¡Mira! –Me decía mientras señalaba, con un huesudo y artrítico dedo índice, la mirilla de la puerta que había instalado recién en su habitación– ¿Crees que soy boluda?

-No señora. Lo siento. Sólo quería ver.

-Sí, ¿cómo no? Y yo soy Janet Leigh ¿Y mi nieta?, ¿dónde está?

Me hablaba mientras se separaba más de su puerta y se acercaba más a mí.

-Está bañándose.

-¿Te vas a quedar a culeartela esta noche?

Acepto que esa pregunta me desorientó por completo, tanto fue así que no supe que contestarle. Me quedé en silencio unos minutos mientras sólo atinaba a mirar al vació.

-¡Vamos! No te avergüences. ¿Crees que yo no fui joven, también? ¡Culéatela mientras es joven, más bien! Pero, dime algo: ¿Te piensas casar con ella, no?

Ya se me había pasado el efecto de la primera pregunta.

-Eso esperamos.

-Sí, es buena chica. Cuídala bien porque yo no estaré aquí mucho tiempo más. Soy vieja, si no te has dado cuenta. Y, Álvaro, ha estado peor. Debo volverle a tratar con el médico si no quiero que se empeore.

Yo siempre supe que Álvaro veía a un psicólogo y hasta estaba medicado, así que el comentario de la abuela no me sorprendió.

-¿Sí, estuve hablando con él? Piensa que su mamá trabajaba acá y por eso se obsesionó con esta habitación.

La abuela me diría lo siguiente de una forma que nunca olvidaré en la vida. Acercó su rostro hacia el mío, luego de haber estado mirando el estado del mostrador, y casi se quería meter en mi cerebro al farfullar con su dentadura postiza.

-Nunca permitas que Álvaro habrá este cuarto por ningún motivo.

Ya no me quedaban fuerzas para decir más que dos palabras.

-¿Por qué?

-Porque no hay nada.


Los días cercanos a ese incidente vi mucho más a Anna de lo que la había visto en las últimas semanas; no porque quería verla más, sino porque ella me llamaba constantemente todos los días y a momentos, algunas veces, inesperados. Su blanca palidez no lucía libre de complejidades. Se notaba con mirarla que detrás de ese pantalón apretado había una intensa preocupación. Siempre me hablaba de su hermano y de cómo su abuela había intentando, sin éxito, llevarlo a un consultorio psiquiátrico. Cuando intentaba indagar sobre lo que ella sabía acerca de la casa y de su madre me cortaba la conversación metiendo otro tema que nada tenía que ver con el que yo proponía. Esta suerte de ladrón y policía me estaba haciendo desconfiar de la ignorancia que ella pretendía mostrar ante mis preguntas.

-Mi mamá sí trabajaba en la casa porque era enfermera. Algunas veces la gente venía a verla porque lo que su hijo tenía no era tan grave como para llevarlo a un hospital.

Yo no podía evitar pensar en desnudarla y tomar con mis dientes esa carne que sobresalía desde los lados de su pantalón mientras ella se empeñaba en contarme que su madre no había sido ninguna bruja hechicera o cosa parecida. Esto no significaba que no me importara lo que ella me estaba diciendo, sucedía simplemente que ya había perdido las ilusiones de pasar toda mi vida con la mujer que pensé sería mi compañera perpetua. Tenía serios motivos para concluir que ella me estaba mintiendo.

Marcado por la conversación tan tenebrosa con su abuela, y por vocación aventurera, me había empeñado en averiguar por mí mismo acerca de la casa Cuadra y de todo su pasado por medio de sus vecinos; claro está, tuve que enfrentarme a ciertas senilidades propias de la edad de los supuestos conocedores del tema.

La señora Keller, que durante toda la conversación me aclaró mucho acerca de su ascendencia alemana, se identificó como la señora que llevó a su hija a ver a la curandera que atendía en la casa frente a la suya. Me contó cómo un día su pequeña hija sufrió una fiebre terrible, en la época de los apagones por las caídas de las torres de alta tensión en el Morro Solar, y decidió llevarla a la casa del frente. A la casa Cuadra.

-La casa Cuadra era conocida por la curandera. La señora Anna atendía ahí. Tenía una hija con el mismo nombre que le ayudaba a hacer sus curaciones. -La señora Keller hablaba con mucho cuidado para que su dentadura postiza no caiga al suelo de improvisto.

-¿Está segura que era su hija la que la ayudaba?

-Por supuesto que sí. Tenía como 10 años en esas épocas. Debe acordarse de mí, sin duda.
Los números coincidían a la hora de hacer cuenta con las edades.

No dudé en tocar otras puertas en las que, por cierto, obtuve satisfacciones en cuanto a mis curiosidades. Una muy peculiar fue la del señor Pellegrini: un viejo de avanzada edad, muy parecido a Bertrand Russell en sus últimos años, que se identificó como un ex trabajador del gobierno que, alguna vez, había pisado la casa Cuadra para resolver un problema que la ciencia médica dejó caer de entre sus dedos.

Resultó que al viejo Pellegrini le habían diagnosticado Cáncer de Colon y no le habían vaticinado más de tres meses de vida.

-Eso fue hace ya 16 años y aún sigo vivo y atento. –Expresaba el viejo vestido con saco y corbata luego de cenar; orgulloso y con una voz aguardentosa.

-¿Recuerda usted si fue atendido en alguna habitación de la casa?

-Claro. La señora Anna tenía un despacho en el que atendía a la gente que la necesitaba. Era una habitación en el pasillo del fondo, debajo de las escaleras que suben al segundo piso (era la descripción exacta del cuarto). Tenía muchas cosas raras ahí y hasta se rumoreaba que había un tesoro que ella guardaba; yo supongo que era el dinero que su marido le dejó, pero con lo del cambio de moneda desde esa época… ¿viste? No sé. No sé y ni me interesa. Siempre le estaré agradecido a esa mujer de que me haya curado el maldito cáncer que casi me mata y me haya vivir hasta ahora. Fue una pena cuando murió con lo del tren y todo… todos en el barrio la extrañamos pero nunca hablamos de su leyenda por respeto… pero ahora, luego de tantos años, ¿viste? ¿Qué más da?

-¿Nunca volvió a entrar a la casa?

-Desde que la señora Anna muriera, nunca más. No porque no quisiera entrar a visitar a los Cuadra, son del barrio, ¿viste? Lo que sucedió fue que su madre prácticamente cerró la casa para siempre. Nada de nada con los vecinos. Supongo que todos la comprendieron; era su única hija. ¿Qué va a ser? La casa Cuadra está ahí, pero, vacía.

Luego de notar que los vecinos con los que hablé eran muy viejos para haber advertido la llegada de la hija de la curandera, a la cual ellos recordaban con gratitud, desde hace un buen tiempo a la casa Cuadra; y también que los miembros más jóvenes de las familias vecinas no se interesaban por lo que había en aquella casa al desconocer su pasado; me interesé mucho más por el número telefónico del psicólogo al cual querían mandar a Álvaro.

-Una última pregunta, señor Pellegrini. ¿Sabe usted si la señora Anna tenía algún asistente que la ayudara?

Luego de saborear su propia saliva varias veces, el viejo me dijo:

-Era su hija. Era pequeña. Tenía su mismo nombre.


Al poco tiempo ya solamente acudía a la casa Cuadra a ver a mi amigo. Anna nos había dicho que ella nunca había visto a su madre trabajar en la casa y que, menos aun, le había servido de asistente en labores curanderas. Había pensado mucho tiempo en cómo sería una vida con ella; cómo le gustaría vestirse en nuestra boda; cómo sería su aliento todas las mañanas al despertarse; cómo agrandaría su trasero poco a poco, debido al sexo tan subjetivo que me gustaba practicar con ella. No tuve una decepción y eso me tranquilizó.

-Anna siempre ha sido una mentirosa. –Me decía el de cabeza prominente–. No te lo decía porque sabía que estabas re-enganchado con ella y quería que fueras parte de mi familia, pero si no… igual. ¡Che! Ella miente cuando dice que no sabe nada de ese cuarto. Sé que ahí está el tesoro familiar y los secretos de mi madre y tengo que sacarlos.

Álvaro ya no lucía como antes cuando me hablaba echado sobre su cama. El esmalte de las uñas ya se había desorganizado y los bordes estaban despintados. Su ropa siempre había sido desgarbada, pero esta vez se notaba cierto descuido en ella. Había clavado el dibujo de la puerta en la pared de su habitación y los bordes del marco parecían haber sido manipulados muchas veces. Todavía había restos de yerba en su mesa de noche y hasta encima del encendedor. Sus ojos estaban más rojos y más encendidos que nunca y su cabello estaba tan alborotado que daba la impresión de ser más cabezón de lo normal.

-¿Ahora también hay un tesoro? –Le pregunté.

-El tesoro de mi viejo.

Luego de una larga conversación dejé caer sobre mis botas el último motivo para seguir frecuentando la casa Cuadra. Álvaro había dejado su interés por la música y la pintura para obsesionarse con ese maldito cuarto prohibido.

Bajando las escaleras para salir de la casa me di cuenta que ya no tenía interés alguno por volver; así que, supuse que esa sería la última vez que entraba en ella. Anna podía ir a mi casa o al cine al que siempre iba si quería volver a verme, pero no volvería a la casa para verla. Álvaro podía llegar a abrir la puerta o volver a viajar pronto, no sabía lo que él haría y ya me tenía sin cuidado; aunque, como era uno de mis amigos con los que más me divertía, no pretendía dejar de verlo.

Pensaba así hasta que pisé el último escalón y advertí la presencia de la abuela en la sala. Estaba sentada frente al televisor viendo Los Simuladores. Para evitar discusiones sin arreglo decidí avanzar hasta la puerta y salir. Lamenté que la sala estuviera también frente a la puerta de salida, pero luego de un par de segundos ese lamento se acalló; pensé que, si pensaba no volver más, ya no importaría como me fuera esa noche de la casa.

-¿Qué te dijo mi nieto? –Dijo la vieja con una voz como de ultratumba.

-Se quedó dibujando.

-¿Sigue queriendo abrir esa puerta? ¿Qué usará esta vez? ¿Te pidió algo?

-No, nada.

-Pero, ¿quiere abrirla, no?

-Ya sabe. –Miré hacia afuera de la casa y pensé en todos los vecinos viejos con los que había hablado, eso me dio fuerzas para encarar la muy posible mentira que me había dicho la vez anterior–. ¿Por qué no abre la puerta y le muestra que no hay nada dentro? Así se calma y nos dejamos de joder.

La vieja levantó el mate que tenía a su lado, apoyado sobre el sofá. Chupó la pipa haciendo sonar el agua contra la yerba. Dejó un poco de saliva en el bronce al separar sus labios de la boquilla.

-Ese cuarto no se abre. Es una regla de esta casa. No se abre, nunca.

-Hablé con los vecinos. Dicen que en ese cuarto la madre de Álvaro atendía a sus pacientes. Dicen que era una curandera muy conocida.

La vieja se puso de pié y me interrumpió.

-Suficiente. No volveré a hablar con vos. Puedes retirarte.

Pasó cerca de mi lado sin mirarme y se dirigió a la cocina. Sacó la pipa del mate y un poco de yerba cayó al suelo. Cuando me daba la espalda le hablé un poco más alto que el audio del televisor encendido para que me escuchara con claridad.

-No hay nada ahora, ¿verdad?

-Anna nunca fue curandera, ¿qué estás hablando? –Me decía mientras volteaba a verme antes de que entrara caminando en la cocina–. ¿Te volviste loco vos también?

-¿Qué hay en el cuarto, entonces?

-Nunca ha habido nada ahí. No hay nada ahora tampoco.


Esa noche hablé con Anna por teléfono. Notaba en su voz cierta gracia al hablar. Adjudiqué dicha gracia a la dificultad que tienen las mujeres para hablar cuando tienen la garganta influida por las ganas de llorar. Tuvimos una larga conversación y, aunque al principio fuimos muy duros con nuestras palabras, terminamos diciéndonos las cosas que ambos queríamos escuchar de nosotros. Conocí nuestra conciencia sobre el otro que nos habíamos formado nosotros mismos, uno acerca del otro, de tanto frecuentarnos. Concluí que no quería dejar de verla y que lo que había pasado podría haber sido un mal entendido o un intento de su parte por mantener en paz nuestra relación.

Del otro lado del teléfono estaba una mujer que me amaba y que estaba dispuesta a gastar el resto de su tiempo de vida en hacer de mí alguien provechoso. No diré que esa idea me gustaba, pero la idea de que exista una persona dispuesta a hacer eso por alguien más me emocionaba. Había pasado momentos muy agradables con ella, y ella parecía haber pasado momentos muchos más gratos conmigo, así que concluí que sólo tenía que librar un escollo en el camino formado entre ambos.

-Amor, yo hablé con los vecinos más antiguos del vecindario. Me dijeron cosas que te contradicen y no tengo motivos para pensar que ellos están mintiendo.

-Está bien, muñeco. Te voy a decir la verdad. Lo haré porque te amo y quiero vivir contigo para siempre. La mía es tu familia también; así que, tienes derecho a saber siempre la verdad.

-Bien. Dime qué sucede.

-Lo haré; pero en persona. Hablaremos mañana, ¿ok? ¿Vienes a mi casa en la noche?

Habiendo tenido esta conversación tranquilizadora, me dispuse a dormir placenteramente esa noche. Di unos cuantos sorbos al vaso de Coca Cola que siempre está en mi mesa de noche, unos cuantos segundos luego de haber cortado. Dejé seguir corriendo en el DVD, por cuarta vez, la película: “El Hijo de la Novia” de Campanella, antes de disponerme a dormir. No pude conciliar sueño alguno antes de que ésta acabase. Luego de esta rutina, caí dormido en mi oscuro y empolvado cuarto antes de recibir la atroz llamada que nunca olvidaré por haber sido la más inesperadamente oportuna en lo que va de mi vida.


La llamada me despertó. Antes de contestar el teléfono chequeé la hora en el mismo. Eran las cinco y tres minutos de la madrugada.

-Diga.

-Buenos días. Le habla el Capitán Cuadros de la comisaría de Pueblo Libre. Necesito hacerle una pregunta: ¿Es usted novio de la señorita Anna Cuadra?

Le hablaba con los ojos aún cerrados por el sueño de la madrugada.

-Sí. ¿Qué sucede?

-Podría, por favor, apersonarse a la casa de su novia ahora. Ha ocurrido un incidente y necesitamos su ayuda.

-¿Por qué? ¿Le sucedió algo a ella?

-Sería mejor que lo habláramos personalmente.

Sospeché inmediatamente que lo que se me avecinaba no sería de buen gusto.

-Por qué no llamó a su hermano o a su abuela. ¿Ella le dio mi número?

-Tenemos el celular de su novia. Encontramos su número en los mensajes de texto. Los vecinos dicen que usted frecuentaba mucho su casa. También encontramos su número en el celular de su hermano. Preferiría que viniera para poder hablar con usted personalmente.

El remis no tardó casi nada en llegar a la casa Cuadra, debido al tráfico nulo de la madrugada, y el viaje no me dio tiempo de pensar en las posibilidades de lo ocurrido. Pensé más bien en si es que había dejado la luz de mi habitación encendida o si había cerrado bien la puerta de mi casa al salir. Mis manos no temblaron cuando tocaron la moneda que le di al taxista. En mi pecho no rezumbaba ningún sobresalto. Seguí relajado por el sueño que tenía hasta que vi las luces intermitentes de los patrulleros abofeteando la cara del viejo Pellegrini que estaba parado con su bata de dormir en el zaguán de su casa.

Al acercarme a la casa también divisé a la señora Keller. Estaba abrazada por su hija. Ambas sobaban lo que sostenían con sus brazos debido al frío que se sentía a esas horas. La hija de la señora Keller era muy blanca. Era tan ojerosa y tan pálida que casi parecía haber sido desposeída de animación alguna. Atribuí su color a su ascendencia alemana. Atribuí sus ojeras a marcas de enfermedades que había sufrido cuando niña. No supe a qué atribuirle esa mirada perdida ni esa boca entreabierta que la gente que pasaba a su alrededor no dejaba de extrañar.

Mucha gente topaba el saco de pana inglés que Álvaro me había prestado hace unos días. Lo usaba esa noche con una remera de mangas largas, especialmente destinada para hacer conjunto con la prenda de mi amigo. El espacio de diferencia en largura en las mangas que el saco de pana inglés y la remara  tenían era comparable con el espacio que dejaba el montón de gente que se paseaba por la casa. Los policías, entre uniformados y vestidos de civiles, me dejaban avanzar sólo por ser conducido por el Capitán que me había llamado con anterioridad. Éste me llevó a ver a Anna. Tenía mucha sangre en la boca y su mirada se había quedado enganchada hacia su pecho. Su cabello estaba algo despeinado pero nadie se fijó en ello. El cuchillo que portaba en el esternón le había roto el mismo, y había dejado de respirar con el susto propio de aquel que sabe que se está muriendo pero que no quiere morirse. Su cabeza estaba apoyada en la pared, cerca de piso, y eso había hecho que la mirada clavada en ella se quede así todo el rato. Nadie movía el cadáver. Alguno le tomaba muchas fotos. Algunos periodistas tomaban fotos de sus caderas porque desparramaban carne de las nalgas por los costados, como queriendo hacer efectos especialmente diseñados para los diarios sensacionalistas. Irresistibles para cualquier fotógrafo muy acostumbrado a observar la carne humana en desuso.

-¿Ella es su novia? –Me dijo el Capitán mirándome a la cara para ver mi reacción.

-Sí.

-Bien. Vamos a ver a la abuela.

Antes de entrar al cuarto de la abuela, recordé que nunca antes había estado ahí. Me apresuré por seguir rápidamente al Capitán a muy poca distancia de su espalda. Al entrar admiré más lo limpio y arreglado que estaba ese cuarto. Había muchas cosas viejas puestas como adornos por todos lados y fotos amarillentas apoyadas sobre las viejas consolas y los muebles. Era gente que no conocía ni me interesaba conocer. Cuadros notó que casi ni le puse énfasis en admirar a la vieja abuela Cuadra en la cama. Me extrañó un poco el ver el cuarto tan limpio y recordar a la vieja siempre tan sucia, o aparentando serlo, caminando por la casa como aquel que resiste el dolor serio que producen las caderas viejas al andar. Tenía la pata de cabra hundida en la frente, la fuerza del golpe le había destruido el hueso de la frente y le había desviado los ojos hacia adentro. Su cuerpo estaba duro y la sangre que había salido de su frente había llegado a tocar el piso. Se podían ver regados desordenadamente sobre sus mejillas, trocitos grises que antes habían formado parte del cerebro completo.

-¿La reconoce usted?

-Es la abuela de Anna.

El Capitán ya empezaba a verme como sospechoso. Tal vez no podía creer verme tan calmado. En su último intento por ver algo delator en mi rostro me llevó a ver a Álvaro. Recordé que por las ansias de ver a la vieja muerta no me di cuenta de lo que había recorrido para llegar a la limpia habitación de la abuela. Para llegar al cuarto de la vieja había que pasar por el pasillo en donde estaba la puerta del cuarto prohibido. No recordé haber visto el enorme mostrador de vajillas delante de la puerta. Por eso había pasado sin advertir nada. No había visto que la repisa no estaba y que la puerta estaba descubierta. Volteé para salir para ver hacia la puerta y vi la repisa en el fondo de la pared, donde no estorbaba y era fácil de pasar desapercibida.

-Por aquí. –Me llamó el Capitán.

-¿No íbamos a ir a ver a Álvaro? –Repliqué, señalando la puerta prohibida por la abuela con el pulgar.

-Está aquí.

El Capitán me llevó hacia el baño del cuarto de la abuela. Era bastante grande y espacioso. La ducha tenía un tubo grueso de metal que soportaría el peso de tres hombres sin problemas.  Supongo que por ese motivo fue que Álvaro eligió ese lugar para ahorcarse. No había mucha  diferencia entre el Álvaro vivo y el muerto. Seguía tan lívido como siempre. Tal vez nunca sus negros pantalones pitillos, que ahora estaban suspendidos en el aire, habían hecho contraste con una tan blanca palidez como el de la tina del baño de la abuela. Todavía tenía esa mirada de loco al vacío, sólo que esta vez miraba por última vez.

Ya me sacaba el Capitán de la escena del crimen cuando me llevaba por el pasillo del cuarto prohibido y aproveché para pararlo.

-Capitán. ¿Me deja ver algo?

-¿Qué quiere ver?

Me acerqué a la puerta. No estaba violentada ni tenía marcas de haber sido rota. Parecía que con el simple hecho de girar la manija de la puerta ésta se abriría. Por fin, en esa noche, me sacudía el pecho por la emoción y mis dedos empezaron a temblar un poco. Mis labios se separaban uno del otro muy sutilmente. Supongo que el Capitán logró ver esa insignificante señal de alerta.

-Esta habitación. ¿Puedo abrirla?

-Ya lo hicieron. Pero, adelante. ¡Hágalo!

Giré la manija y a puerta se abrió. La empujé con mi hombro izquierdo lentamente. La bombilla del techo de la habitación estaba encendida. Las paredes eran grises, algo deterioradas por el tiempo. El piso era igual que el que estaba en toda la casa. El techo no tenía nada más que la bombilla colgando del centro y el espacio reducido que las escaleras principales de la casa de reclamaban para existir. El interruptor estaba al lado de la puerta, era blanco y hacía click. De ahí en más, en esa habitación no había nada.