sábado, 9 de junio de 2018

LA ADMINISTRADORA ASTUTA


Si algo nos ha enseñado la historia a través de sus tan ciertos y a la vez absurdos tiempos es que la humanidad siempre ha tratado de sobrevivir... ¡a toda costa! Cuando pueda, lo hará en una forma colectiva y comunitaria, pero cuando los tiempos aprieten lo hará como le sea posible, a las malas si es el caso, ya que tiene mente y manos para transformar el mundo a su conveniencia, tratar a los demás seres vivientes a su antojo, apoderarse de todo lo que pueda y, sobretodo, crear mitos.

Antes de seguir con esta historia debo advertir al lector que todo esto no tiene nada de mito. Esto sucedió y hasta ahora sucede. Es real. Es lo que la novia que alguna vez tuve y se fue tuvo que hacer para sobrevivir en la Buenos Aires de aquellos tiempos que no son muy lejanos a los de ahora pero, como todo lo que se pierde en el tiempo, también se fue para nunca más volver.

Siempre fue una raza extraña la de los gitanos. ¡Esa raza trashumante! Raza sucia, cetrina y desprolija para algunos; mitológica y pelandusca para otros. ¿Para mí? Una interrogante siempre yesca, como dispuesta a encenderse ante la menor chispa que se le arrime. Y, claro, por mi profesión de actor siempre quise conocerlos. No vaya a ser que en un futuro no muy lejano me tocara interpretar a uno de ellos y me tomen desprevenido (siempre me gusta ser el que da el chasco y no el burlado).

La gente les teme a los gitanos por su fama de embaucadores y tramposos, por lo que esa parte de la historia ya debe ser conocida, pero nadie se pone a pensar en la cuita que debe significar sus vidas. Y así, andando por las vetustas calles del centro de Buenos Aires en uno de mis viajes al país austral, en una de esas paralelas que tiene la calle Corrientes -la que nunca duerme-, la conocí pegada como estampilla a una pared, en el medio de un tumulto de gente, en lo que yo percibí primero como un conato de estafa a la que, por supuesto, me metí de cabeza.

Así conocí a la gitana Tasarla. Su madre y ella eran de Andalucía, su padre había salido corriendo al enterarse de su futuro nacimiento hacía ya 18 años, y ante mí, jugando al tril (o a la mosqueta, como ella le decía), estaba lo que quedaba de aquella aventura. Una gitana tan baja como voluptuosa en extremidades y busto, de espalda ancha y del color del atardecer, que ahora vivía robándoles unos pesos a los despistados turistas que pasaban por ahí.

Me acerqué a ella y cuando ya casi no quedaba nadie rodeándola le dije: "Quiero conocerte. Quiero jugar contigo". A lo que ella respondió: "Contigo no juego. Te vi cómo me mirabas hace un rato. No quiero estafarte. Me caes bien". Su acento era de una tonalidad indefinible y eso me sedujo, emocionado respondí: "Entonces, hagámoslo por el honor o por el simple placer de jugar". La mujer se relajó, hinchó su busto, dejó de traspirar, revisó lentamente con la mirada mi oscuro ropaje hasta llegar a ver fijamente mi pálido rostro frente a ella y me dio una mirada coqueta. Así, sin más que conocer sólo mi serena actitud y lo que había a la vista, le acepté el flirteo con fervor –un fervor de Buenos Aires- y aún me quedó astucia para lanzarle un piropo en contraposición, del cual no recuerdo ni tres palabras ni de cuántas se componía. “Es el mejor piropo que me han dicho desde que llegué a la Argentina”, me dijo. Ella mostró sus cetrinos dientes en una sonrisa impagable y procedió a tomar sus naipes. Sacó una baraja inglesa, de aspecto anticuado, con cartas gruesas y con pinta de haber librado miles de bazas, y escogió dos reyes, el de espadas y el de tréboles, y me dijo que el juego se trataba de seguir el as de corazones en todo momento.

No eran para nada unas barajas comunes. El rey de espadas era imberbe y bastante joven, usaba un collar de esmeraldas que le cruzaban todo el pecho y debajo de cada esmeralda colgaba el símbolo de su palo en oro. Con la mano izquierda sostenía una varilla, dorada también, cuya punta amenazaba con penetrarte el cuerpo, punta que era también el símbolo de su palo. Lo más pendenciero que poseía era su mirada fija hacia el jugador y su media sonrisa burlona, como la de aquel sádico espectador que se detiene a mirar cómo te torturan en una plaza pública.

El otro rey no era tan aterrador sino más misterioso. Usaba también una varilla, pero tenía un indefenso y tres veces redondo trébol en la punta. Este sí había dejado crecer su barba y tenía la mirada puesta en el horizonte. Lo misterioso e indefinible venía en un estandarte que se sostenía hacia su lado derecho. Tenía dos partes, una muy parecida a la bandera de Barbados, con dos líneas violetas y una del color de la mostaza en el centro, ambas verticales, y continuaba con los cuadros rojos y blancos de la bandera croata. Un medallón con un único dije colgaba del pecho de este rey taciturno.

El as de corazones era el más hermoso. Una corona de puntiagudas acederillas rosadas de cinco pétalos rodeaban el dibujo principal y un lazo celeste adornaba su cima. Cuatro flores hacían un rombo en el final puntiagudo del corazón y más abajo se podía conocer un poco sobre la fabricación e impresión de tales obras de arte: Made in Hong Kong.

La cubierta del mazo era más floreado que un adorno octubrero del Señor de los Milagros. Rosas amarillas en el centro, rodeadas de lluvia imposible, rodeadas de más rosas rojas, rodeada de más rosas blancas, rodeado todo de más rosas rosas, todo puesto sobre un velo turquesa, enmarcado todo en un pan de oro dorado... ¡arte! Demás está decir que yo, al ser muy malo con las descripciones y peor aún con la escritura, no podré jamás igualar con textos lo que sería ver tales naipes con los ojos vivos.

Pero, además de eso, ya saben de qué se trata la mosqueta, así que no hace falta que diga cuántas veces tuve que fallar al intentar voltear el bendito as de corazones. Ella me habría ganado mucho dinero si hubiéramos jugado como embaucadora y embaucado. Pero Tasarla no quiso estafarme, porque de eso se trataba todo, o más bien de un truco, o una habilidad, o una ilusión... o, lo que era en realidad, un hechizo.

Una y otra vez perdí tratando de voltear el bermellón as. Cuando más lento movía ella las manos, más obvio era que el as estaba en donde parecía estar, pero al voltearlo con mi mano no hacía más que verle la cara a las figuras de los reyes, y el as siempre andaba al costado o en la mano de aquella gitana gris de cetrinos dientes.

Cuando por fin conseguí rendirme al hechizo del tril, la invité a pasear por las calles de Buenos Aires a lo que ella accedió delicadamente. Raro comportamiento en una nómada que tuvo que encontrar su vida en las duras calles de una ciudad que, por más que sea la más privilegiada del continente, no deja de ser dura como el piso en el que se camina. Y así, paseando, la hija de la madre patria me confesó muchas cosas que, me dijo, hace mucho que quería confesar a alguien. Porque a los humanos se les da bien por hablar con otros semejantes sobre sus penas y logros, ya sea como descarga de pesares o como recipientes en donde hacer supervivir sus alegrías.

Pero el pasar de los días nos hizo sentir tan bien que no tomamos el tiempo de nuestro noviazgo. Pudieron haber sido catorce días, como catorce meses, como catorce años y no recuerdo si fueron sólo catorce noches, pero fueron infinitas, o al menos eso era lo que alcanzábamos, el infinito, cuando estábamos uno en los brazos del otro. Aguantándonos, mimándonos, calentándonos y a veces enfriándonos... créanme, era mucho más difícil lo último que lo penúltimo, a pesar de que el invierno argentino perdona menos que un centro forward hambriento.

"¡Jamás toques sin mi presencia los naipes de mis antepasados!", gritó Tasarla una noche de confesiones de invierno. Era la primera vez que se ponía histérica luego de tanto amor dado y recibido, en la cama o en el suelo, yendo de la cama al living, o a escondidas pero como dos valientes.

-Tengo que salir a trabajar. No toques los naipes Azabache ni ninguna de las viudas como te advertí. A mi regreso te explicaré la razón como te prometí-. Aclaró la gitana al día siguiente, como compadeciéndose de mi curiosidad.

Aquellos días había conocido la morada de la gitana en soledad. Releyendo sus libros viejos que ella misma decía haber heredado de sus antepasados. Algunos sobre filosofía alemana barata y otros sobre cómo tejer mandalas a crochet. Recuerdo que me quedé ojeando un viejo libro negro cuya tapa dura parecía haber sido hecha con piel de cerdo -si no humana- y que sobre la tapa se leía: Necronomicón. El libro de la ley de los muertos.

Aburrido de ciencia ficción y de cuentos de hadas decidí un día no lo pasaría solo. Si Tasarla había ido a trabajar la encontraría en el mismo lugar donde la conocí. O tal vez cerca, por ahí. O debería sólo guiarme por el tumulto de gente que no sería difícil de localizar. Pensé que quizás podríamos cenar juntos. Siempre me gustaba ver como lucían esos faldones largos de telas hindúes en los restaurantes de gentes pipiris nice (como dicen los mexicanos). Así salí a caminar por las frías calles del Buenos Aires de aquel entonces. Me distraje comiendo Mantecol, comprando historietas de El Eternauta, viendo camisetas de fútbol y visitando las tiendas de discos porque de Tasarla no encontré ni el rastro. Lo más icónico de la búsqueda fue la sorpresa que me di cuando los parroquianos de las laderas me dijeron que tal evento gitanense sólo se daba, más o menos, una vez a la semana. ¿Dónde había estado entonces mi gitana estos días? Me aseguré de no estar pensando demás y hallé una salida: tal vez trabajaba en otras plazas de la ciudad cada día diferente.

Así, aposté por no complicar más los pensamientos y me decidí a gastar un Mantecol por plaza visitada. O por lugar en donde el tril pudiera jugarse. Comí como catorce (¡infinitos!) de aquellos tan deliciosos manjares de maní, pero no encontré ni el olor a tela corriente que de Tasarla sabía emanar.

Cuando llegó a casa encontró varios cajones abiertos. Yo había olvidado reponer las cosas cuando, enloquecido, empecé a buscar entre las velas y las quimeras de metal que ella coleccionaba. Los dados estaban por todos los lados de las mesas, algunos inciensos yacían cuan largos eran en el suelo y el frasco en donde Tasarla guardaba sus dientes de leche estaba abierto. La mujer, enfurecida ante tal escena, exacerbó su ancha espalda y corrompió su mirada contra mí. Yo, sereno, yacía sentado en el sofá, frente al televisor, viendo un programa deportivo mientras comía lasagna.

"¿Por qué eres tan malo? ¿No te da pena?", susurró fuerte mientras se arrodillaba a recoger sus medallones de acero africano y sus raros dijes antiguos, que al menos estaban sobre la alfombra, pero que seguían siendo las joyas más preciadas que ella poseía.

Medio arrepentido de lo que había provocado, me acerqué a ella y le hablé en tono reconciliador.

-Me enfadé porque fui a la plaza y no te encontré. -Le advertí.

-Vampiro malo. -Respondió aquella. Y tocando mi mejilla me ofreció una explicación.

-¿De dónde crees que sale el dinero para todo el mate que te tomas, la lasagna que te comes y la casa donde vivimos? La mosqueta no alcanza. No me juzgues por lo que te voy a confesar, es un secreto de familia que compartiré contigo porque has llegado a calarme tan hondo que para sacarte de mí voy a tener que necesitar otra maldición.

Y así, aquella gitana de ojos redondos y anchos muslos, me contó lo que tuvo que hacer para sobrevivir en aquellas duras calles del Buenos Aires de aquellos tiempos. El relato que viene a continuación, debo advertir, es un relato maldito. Si alguno de los lectores no quiere verse inmiscuido en demoníacos caminos, será mejor que deje estas líneas al instante y no lea más. Porque si desde el don a la maldición hay sólo una cuarta, del pensamiento a la realidad hay sólo un par de dedos. Platón decía que si algo es dicho fue dicho porque fue pensado. Yo digo que si algo es leído, es pensado y, ergo, si es pensado es poseído.

El truco es el principal juego de naipes que se juega en toda la Argentina. Su aprendizaje es divulgado a los hombres y mujeres desde edades tempranas. Nadie se queda sin jugar al truco en la Argentina al menos una vez en la vida. Y, aunque se sea un pésimo jugador, al menos se sabe de qué se trata. Así, la gitana de tremolante cintura lo eligió para que sea su juego. Esta vez, el demonio que acudió a su llamado dijo llamarse Moloch Baal.

Me contó Tasarla que Moloch era de mi tamaño y usaba cuernos, que cuando lo vio no sintió temor pero sí un poco de asco por el olor. Supuso que era por el sobretodo de felpa que no se quitaba nunca -él mismo se lo confesó, creo-, ni en verano. No tenía nariz, sólo el hueso donde se suponía iría el cartílago, y casi nada de cabello. Me dijo que le sorprendió notar que sus piernas tenían forma de alicate. Luego le dijo que el aspecto era lo de menos ya que, según él, podía cambiarlo a voluntad. La técnica para invocar ayuda de mundos ocultos, me informó mi bella gitana, era harto conocida por todos sus parientes. Su madre le había enseñado cómo hacerlo por si alguna vez llegaba a necesitarlo. Así, Tasarla hechizó varias barajas, incluyendo la que usó la primera vez que la conocí.

-Ah, eso era. Jamás hubiera podido encontrar el as de corazones por eso. -Dije emocionado. Resulta que no era yo tan lento.

-Ese juego es imposible de vencer por las cartas. Están hechizadas. Y ahora te voy a enseñar en lo que consiste todo esto paso a paso.

Como todo en la vida, y parece que también en la muerte, o en donde sea que exista Moloch, todo tiene un precio. Nada es gratuito y -como en Villa Fiorito o el Fuerte Apache- nadie te regala nada. Menos un dios demonio proveniente de... vaya el diablo a saber en qué dantescos quintos infiernos vivirá tal criatura. Así las cosas, las reglas eran las siguientes:

1.- Las cartas harán ganar el juego global del truco al poseedor de éstas siempre que las reglas se digan antes de empezar el partido en presencia de todas las cartas del mazo. Las cartas deben 'escuchar' las reglas pactadas.

2.- Para que el poseedor del mazo gane el juego debe tirar las cartas a la mesa siempre usando la mano siniestra (si se usa la mano derecha el pacto quedará cancelado por todo ese partido).

3.- El pacto sólo servirá para el juego del truco argentino.

Y lo fuerte venía aquí...

3.- Si alguna de las cartas tocara el suelo, el alma de la persona que la/las haya dejado caer servirá a Moloch como esclavo en el infierno por el resto de la eternidad.

4.- La primera hija que tuviera Tasarla debía ser entregada a Moloch para que él la desvirgara al cumplir los nueve años de edad.

Alguna vez le pregunté a la gitana de ojos redondos la razón por la que jugó su propia sangre en aquel pacto miserable. "De todas las veces que he burlado en la plaza, he amado todas las veces que he jugado con mi sangre en las manos. Mi madre burlaba con su sangre. Hechizó sus cartas para no perder, como yo, y jugó con su sangre para sobrevivir. La madre de mi madre también fue burladora. De todo lo jugado yo amo sólo aquello que he jugado con mi sangre. Por eso te amo a ti, porque para estar conmigo también apuestas tu sangre. Mi primogénita podría ser también la tuya", se deschavetó a decirme en forma reveladora.

Yo me quedé pensativo. No es cosa fácil comprender los designios ni el compartir tu sangre con sangre ajena. Pero yo odio a los cobardes que no juegan con su sangre, o con la sangre que corre por sus venas y que ellos mismos no la consideran más valiosa que la de sus retoños. Tasarla no se le corrió a tal propuesta y yo tampoco pensaba hacerlo.

Moloch, cada vez más hediondo, anunció que se llevaría los viejos naipes españoles con los que alguna vez la abuela de Tasarla vaticinó el futuro de la gente. Eran dos pares de mazos, uno de cubierta roja y otro azul, hechos en la Fábrica de Naipes Finos de la Viuda de Antonio Comas, pertenecientes a la marca Sebastián Comas y Ricart de Barcelona, e incluso tenían el sello de exportación en el cinco de espadas. Databan del año 1911, cuando Josefa Ribó Gruchaga, viuda de Antonio Comas, regentaba tal fábrica. Moloch los devolvería al día siguiente con el hechizo hecho. Así lo hizo. Al día siguiente los dejó en la puerta de la casa, con un olor nuevo, como a placard cerrado por miles de años. Ambos juegos de naipes tenían el mismo hechizo. El estuche de cuero con diseños de palos de barajas en alto relieve en el que se guardaban había envejecido en los bolsos de la abuela de Tasarla tanto como las cartas. Nunca vi a la española usar las cartas de cubierta roja en público, sólo en casa, cuando me enseñaba a jugar o cuando invitábamos a amigos y amigas a pasar la tarde tomando mate. A los bares siempre llevaba las azules. Decía que apreciaba más la rojas porque su abuela le había enseñado muchos trucos con ellas durante su infancia. Las azules, en cambio, siempre las ponía en el bolso antes de salir a trabajar, como aquel soldado que cuelga su fusil al hombro antes de adentrarse en el bosque.

"De todas las cartas que he hechizado, es cierto que esta es la que más me ha costado. Entregar a mi primera hija a Moloch al cumplir los nueve años es prácticamente un acto delincuencial. Pero me libero de tener que llorar por un hecho que, no sólo aún no ha sucedido, sino que puede que no suceda nunca. ¿No crees?", preguntó la gitana mientras caminábamos al boliche a donde ella sabía ir a jugar al truco. Esta vez me estaba llevando con ella para que yo aprendiera a jugar. Me contó que la primera vez que fue a probar si la maldición -¿o bendición?- de Moloch era real, no quería dejar de jugar. Humilló a varios viejos truqueros y limpió a otros más despistados. Al poco tiempo se dio cuenta que algunas veces tendría que perder a propósito o a la larga nadie querría jugar con ella nunca más. Al menos, no apostando dinero. Así, en algunos partidos perdió a propósito tirando las cartas con la mano derecha. Siempre calculó perder menos de lo que ganaba. Creo que era la única mujer en Buenos Aires que se metía a los bares y cantinas a retar a viejos gallos del truco y apostar grandes cantidades de dinero.

Pero aconteció que cierto día en el boliche llegó a transformarse en noche, y esa noche llegó a transformarse en madrugada. Y en la mesa yacían cuatro jugadores, ella tenía por compañero al Manzo -así era su apellido-, un viejo flaco adicto a la nicotina del Pall Mall rojo. Tomaba las cartas con sus dedos amarillentos y sus uñas largas y enmugrecidas y su sombrero de ala ancha llevaba impregnado en su felpa el paso del humo que su nariz había expulsado por un lustro, todo el tiempo de uso que el sombrero llevaba calzado en su puntiaguda cabeza. Sus rivales, un tipo canoso muy lisuriento y otro hombre obeso, ya sin cabello, que usaba, sin el mínimo cuidado por la armonía, un jersey a cuadros con una cuellera sintética, ambas imposibles de combinar.

Tasarla se había preocupado de que yo conociera y congeniara exitosamente con sus compañeros de juego y hasta habíamos intercambiado algunas historias entre nosotros y, por supuesto, habíamos ya declarado quién era Menottista y quién Bilardista y las prerrogativas futbolísticas nos daban vueltas en la cabeza cada vez que nos veíamos y nos recordábamos. Luego, ya sea sobre el lugar, sobre los licores que vendían allí o sobre el juego, no habíamos tenido problemas de raza ni de origen. Yo era más blanco que ellos y, aunque sabían que yo era peruano, no me trataban como un extranjero. Eso me reconfortó. Que te hagan sentir extranjero es, para mí, lo peor que te puede pasar cuando lo eres. Pero, cuando todo andaba bien y yo me andaba comiendo el más rico postre de dulce de leche que vendían en el local, y ya me disponía a probar su nueva receta de pasta frola, ella les pidió a todos una pausa y me dijo que la acompañara a los servicios higiénicos.

-Creo que me equivoqué -me confesó tomándome de las manos en el pasadizo al que daba el baño-. No sé qué sucede. Esta es la apuesta fuerte y algo no está bien. No sueltan puntos y creo que es ese diablo maldito. Moloch no me advirtió nada pero creo que es porque he pensado en cómo evitar pagarle. -Me contaba ella mientras me miraba fijamente a los ojos, como buscando que los míos la ayudaran. Como buscando alguna forma de no perder los cinco mil pesos que había apostado.

-¿Apostaste cinco mil pesos? -Pregunté sin pensar. La verdad es que yo había estado muy ocupado tratando de conseguir la Coca-Cola más helada de la heladera del bar que ni me había dado cuenta de cuando la apuesta se había pactado.

Solían poner cada uno 500 pesos a lo mucho, pero esa noche se habían mandado con cinco mil, lo cual sumaba 20 mil, y siempre se lo daban todo al dueño del boliche, quien también era el barman, y luego él se lo daba al ganador y de ahí se iba cobrando todo lo que se bebía y se comía. Lo cual, también me implicaba a mí, que ya me había comido como siete pasteles -algunos sólo los había probado, pero igual había que pagarlos completos- y me había bebido casi una botella y media de fernet y como un litro de Coca-Cola.

-No sé qué voy a hacer si pierdo.

-No puedes perder con esas cartas.

-Es un pacto con Moloch. Es un demonio. No debí evitar que el Manzo dejara caer las cartas.

-Confía en el pacto.

-¿Confiar en un demonio?

Le di paz y la tomé del brazo. Sentí que temblaba. Perder tanto dinero la derrumbaría. Yo lo sabía. Era casi todo el dinero que había ahorrado desde que empezó a jugar con sus cartas Viuda de Comas. No era tan fácil quitarles el dinero a viejos jugadores de truco argentino aún con los naipes malditos de Moloch.




Los rivales de Tasarla habían quedado traumados por las victorias anteriores que Tasarla había conseguido y esta vez habían ideado un plan kamikaze. Sacrificaron las señas propias para estar totalmente atentos a las señas de sus oponentes. Así, Tasarla y su compañero fumador no habían podido mandarse ni una mueca en todas las bazas. Llegó tal situación en la que ella tenía un siete y un tres de bastos y otro siete de copas. Es decir, estaba perfecto para el primero y llegaba al truco con sólo un tres. Y por más que miraba al tipo del sombrero no se podían hacer ni un guiño o se delatarían. Callados sus rivales, al ser ella mano, con sus 30 de tanto canta 'envido', para no asustar.

Para revirar, y sin saber nada de su compañero, el tipo canoso de grosería fácil le espetó otro 'envido' con sorna. Gitana sintió ese cosquilleo en la cintura que se siente al quedar en peligro, ya sea de muerte o de humillación, y se notó que se quedó sin palabras, sin saber qué decir, hasta que el compañero de bigotes despoblados y figura famélica se mandó con un 'real envido'.

-Manzo, son siete puntos. Estamos ganando. ¿Estás seguro?

-Real envido, dije. A ver si son tan machos. -Recalcó el de apariencia enferma. Así, el hombre de la derecha dijo 'quiero' y la apuesta se selló con la misma autoridad con la que se comunicaba Dios, con la palabra.

-Cante, señorita. -Dijo el de arios cabellos- Usted es mano.

-30. -Cantó mi amada.

-31. -Gritó el tipo de al lado con el mismo odio con el que apretaba las cartas malditas por Moloch.

Tasarla miró a su compañero. Éste se serenó, miró al canoso y al tipo de la cuellera ridícula y se puso de pie. Todos pensamos que iba a salir corriendo, pero al momento caímos en que lo que iba a hacer era lanzar sus cartas. No podía cantar 31 porque la mano de su costado también los tenía. Debía superarlo y lo hizo:

-32 son mejores. -Gritó con voz de sargento un lunes por la mañana, como queriendo que lo escuchara el barman, los que jugaban billar en el otro extremo del boliche y hasta los borrachines soñadores que a esas horas venían por las empanadas de jamón y queso para bajar los dolores producidos por la gastritis. Pero, antes que tirara sus cartas y ganara el partido con los siete puntos apostados, el tipo del jersey lo detuvo hundiéndole un puñal en el corazón de su orgullo... o le cantó 33, que es lo mismo.

-Ambos estamos a cuatro. Aún podemos... -Trataba de explicar Tasarla.

-¡Truco! -Vomitó el hombre, ahora de pie, dañado en su amor propio. Había quedado en ridículo -más que el vestuario del tipo de jersey y cuellera incombinables- y no iba a permitir que el tema se quedará así. Fue más un cante de truco como diciéndole al otro que podía haber ganado siete puntos con una viveza, que tal vez podía ser más vivo y calculador, pero que jamás sería más macho que él, ni siquiera más macho que su olor a cigarrillo Pall Mall rojo. Tal evento me sirvió para darme cuenta que el Manzo, además de los dedos, tenía los dientes tan amarillentos que parecía que se los había pintado con témperas.

Tasarla estaba más ocupada apuntando los tantos en el papel y al levantar la cabeza se dirigió al Manzo.

-Estamos a cuatro.

-¡Quiero! -Arrancó el del jersey a cuadros de su boca y todo estaba consumado.

Tasarla estaba muy nerviosa. Parecía que no estaba sentada en una mesa de truco sino en un bus enrejado rumbo a prisión. Cuando las cartas que sostenían sus manos empezaron a temblar soltó su siete de bastos, siempre con su mano izquierda y lentamente, y se quedó con un tres como aferrándose a la esperanza. Así, descubría a sus rivales la otra carta que tenía, porque sólo con un tres podía sumar los 30 que había cantado.

-¡A la mierda todo, carajo! -Dijo el hombrón de cabellera color de la ceniza fresca que se sentaba al costado derecho de Tasarla y tiró un cinco de copas.

¡Un cinco de copas! La esperanza llegó a los ojos de mi gitana de hombros anchos y labios gruesos y por fin abrió sus ojos a todo lo que daban. A su tamaño natural que me enamoró la primera vez que la vi en aquella plaza de mi Buenos Aires ahora más querido que nunca. El viejo tenía que tener un seis de copas, una carta que vencería con su siete de copas que había guardado.

-¡Esta va! -Argumentó nuestro compañero de corbata barata mientras lanzó ese siete de velos tan cotizado en la escoba de quince. Tal siete de oros -como decía Borges- tintineó esperanza por un par de segundos, sólo hasta que el tipo que nunca aprendió a vestirse adecuadamente jugó:

-¡Recontra va! -Y aplastó las tres cartas de la mesa con un siete de espadas. Los dos rivales y un par de mirones que se habían acumulado alrededor de la mesa estallaban en murmullos de emoción. Luego del siete de espadas el seis del mismo paso caía sobre él.

Cuando las risas se calmaron recién advertí que Tasarla estaba sudando (¡Oh, ese sudor que me alegraba tanto los dientes!). Si ellos ganaban esos dos puntos del truco estaríamos perdidos. Mi gitana y nuestro compinche perderían el pozo entero. "Poné algo, gitana", le dijo el compañero que se había ido de boca con el envido pero que ahora lucía más ecuánime.

Tasarla lo miró. El Manzo le asintió y le repitió que pusiera algo. Ella volvió a usar su mano izquierda para tirar ese tres que ya todos sabían que tenía. Pasó la saliva, empezó a sudar de la superficie que está arriba del labio superior y se quedó mirando a la mesa como pensando en que el negocio que había hecho con el diablo, ese trato cruel, había sido en vano.

-¿Me vas a cantar el retruco, seguro? -Pensó en voz alta el homo-sapiens de cabello blanco de su derecha.

-Quiero. Ya lo dijiste. ¡Quiero! -Dijo nuestro compañero, ahora más pausado. -¿Tú nos crees pelotudos?

-¿Me vas a cobrar esa?

-¡Quiero, dije! Es el reglamento.

-El reglamento las pelotas. -Amenazó nuestro adiposo rival y tiró sólo su seis de copas. El flaco se deshizo de su cinco de oros (una carta que llevaba un diseño informativo del premio Exposition Universelle que ganó la marca de Naipes Comas aquel 1878 en París) y el del jersey completó la caída de todos los puntos cantados al tirar su seis de espadas (con el texto Vitela de Hilo entre los dibujos de los sables). ¿Por qué hicieron esto? ¿Por qué no ganaron en segunda? ¿Pensaron que lo mejor sería terminar todo en esta partida? Algunas cosas estaban pactadas desde antes de jugar.

-¿No vas a pedir nada más? -Provocó el de cabellera ceniza luego de que la española dejara caer su última carta, el siete de copas.

-Al frente lo tenés a tu amigo el mono Paco, que te salve de este trance. Quiero ver y ‘Vale Cuatro’.

-Lo que ‘Quiero’ es ver si es tan macho. -Dijo el enemigo y el ancho de bastos fue lanzado.

En el mismo instante que la cartulina pintada tocaba la mesa, el compañero de Tasarla ya no fue lo que era. Y mientras aquella hembra yacía ahí sobre la mesa, provocativa, divisé a la mía arrepentida. No sé si se sentía estafada o se había arrepentido de todo, pero yo la tomé de las dos manos, que ya no sostenían más naipes, y se las empuñé. Ella me miró con unos ojos que parecían haber sido atravesados por relámpagos, pero no porque quería mi apoyo, sino porque ya no quería saber nada más del juego.

-Y si quiere, hay que darle. -Se mofó el tipo de la chompa y la cuellera.

-Quiero a ver. -Habló el canoso... y calló para siempre.

-Al que quiere se le da. -Espetó fuerte el fumador y le rompió el ancho de bastos con el macho maldito de Moloch. Nunca antes la gitana de Andalucía había visto tan filosa esa espada envainada. Nunca antes la había visto tan fálica y tan dulce. Nunca antes había sufrido tanto para ganar con sus naipes Viuda de Comas.

Alguna vez escuché a Menotti decir que si alguien no quería correr riesgos al jugar, lo indicado era que no jugase, ya que la única manera de no correr riesgos en un juego es no jugándolo. Tasarla no tenía problemas con los riesgos, lo que no la dejaba dormir por las noches era el tema de la moral. ¿Se puede jugar éticamente un juego sabiendo que tal juego es imperdible por un pacto previo que se hizo con el demonio? Tasarla supo resolver el problema de manera tan lógica como brillante.

-No puedes jugar con esta ventaja y a la vez respetar la ética del juego. Supongo que puedes jugar con gente adinerada, unas cuantas veces hasta recaudar lo que necesites, y luego esperar un tiempo. Nadie se va a morir por perder unos cuantos pesos. -Le anuncié cierta noche.

-Mi vampirito bello -me respondió ella siempre cariñosamente-, estas cosas ya las resolví en mi mente. Sabes que en el tiempo que llevo de vida he hecho muchas cosas en favor de los más necesitados, pero siempre me quedaba ese sinsabor. Algo que me faltaba hacer y que me dejaba incómoda y que desconocía. Y eso me llevaba a no poder pensar en el bien de los demás con todas las ganas que quería. Me tomó un tiempo darme cuenta que yo podía pensar más en el bien de los demás mientras yo estaba más alegre. Conversando con Moloch me di cuenta de que el secreto de la felicidad colectiva está en saber alegrarse uno mismo. Él me dijo que la gente no se da cuenta, pero la felicidad colectiva se basa en suprimir individualmente el daño a los otros. Mientras más alegre estés, menos pensarás en hacerle daño a los demás. Por eso no debemos ayudar a nadie, porque al ayudarlo estamos ofendiendo su orgullo, y el otro necesita su orgullo para poder conseguir alegría. Sin orgullo, no se puede obtener alegría, y sin alegría individual más probabilidad habrá de pensar en daños externos que afecten a los otros. Por eso, al jugar y ganarles su dinero, yo obtengo alegría y ellos obtienen su orgullo y sus ganas de revancha, lo cual les dará un propósito al cual llegar para conseguir su alegría. Pero no puedo devolverles el dinero ganado ni ayudarlos económicamente, porque estaría ofendiendo su orgullo y robándoles el disparador hacia su propia alegría. Así, en vez de esperar regalos, ellos deberían venir y tratar de quitarme lo que tengo por la fuerza, pero no podrán, por el hechizo, pero lo que sí podrán es pelear, y es en esa pelea en la que radica la fuerza de su espíritu. No en la victoria, sino en la pelea es que ellos reafirman su orgullo y son alegres, así ellos tampoco pensarán en el daño a los demás, porque serán alegres peleando por lo que creen. Pero si caen en esperar regalos o mendigarme lo que perdieron jugando conmigo, más valdría que yo les hiciese el favor de ayudarlos a morir, porque ya no podrían ser alegres y entonces los demás sufrirían sus futuros pensamientos dañinos. El daño colectivo estaría en la molestia que les causaría el darles y el no darles. No hay forma de salir ese ese círculo si no es peleado y siendo alegres en ese intento.

Al escuchar el sonido que salía de los gruesos labios de aquella española no pude retener el ímpetu por pedir que me repita lo que me había contado a la ligera.

-¿Hablas con Moloch?

Luego de eso me contó muchas cosas de sus charlas. Resulta que la voz del diablo no era tan grave como lo imaginaba, pero sí media asquerosa, como si se hablara con la boca llena de sábila. Ella me dijo además que siempre andaba oliendo a perfume cítrico para disimular su verdadera pestilencia a armario viejo. Tasarla me contó que ya casi no le quedaban metales oxidados en casa porque Moloch se los había ido pidiendo todos. Le había confesado que se los llevaba para lamerlos y relamerlos: a los habitantes de ultratumba la mezcla de oxígeno y metal les resultaba un manjar imperdible.

Demás está decir que no entendí nada de lo que me dijo Tasarla sobre su propia moral en el juego del azar. Pero ya no me importaba. Las cosas llegaban a casa y ella estaba siempre contenta. Cuando en un lugar ya no querían jugar con ella, se iba a otro bar en el que no la conocían y seguía retando a quien se le pusiera enfrente. Pero, obviamente esto no podía durar por siempre. Si es posible vivir de apostar, no lo sé, no es mi materia el juego ni el análisis vivencial (eso se lo dejo a los escritores de manuales de autoayuda, a escritores de verdad o a escritores benditos), pero una cosa sí sé: no se puede vivir de un pacto con el sabio.

La llamada que nos llegó de madrugada no podía ser más inoportuna. Aunque era lógico, ya que a esa hora era de día en Sevilla. Pero digo que fue inoportuna porque se realizó justo cuando Tasarla me enseñaba uno de los últimos trucos con sus cartas hechizadas, una de las tantas. Esta vez era el que más me interesaba: las cartas de Hong Kong.

Cada cartón pintado era único en su especie y no había copia de ninguna en todo el continente que pisábamos nosotros. Así, aprendí a hacer ese truco de la mosqueta, más que truco una estafa, que se hacía con el hechizo de un diablo del cual Tasarla guardó el nombre para su infinito. Lo que me alegró fue que podía hacerlo usando cualquier figura y cualquier as. Podía usar su Jack de corazones, cuya figura era la de un tipo de cabello encrespado semi corto, con un mostacho delgado, portando un rifle en su brazo izquierdo y un blanco en su mano derecha en cuyo centro había dibujado un corazón -por las marcas de tiros en el blanco, a darle al corazón ni se le habían acercado-; o podía usar su Jack de tréboles, cuya figura era la de un tipo de bigotes al estilo Dalí que contaba una monedas de oro con las manos mientras miraba sonriente al jugador; o podía usar el que más me gustaba, el Jack de diamantes, cuyo tipo rubio de la figura parecía haber mandado las preocupaciones al diablo y ya sólo se disponía a beberse todo el vino de una copa flauta que tenía un adorno dorado de corazón en su centro. El rubio de la imagen vestía colores incombinables como el celeste y el lila y sostenía el mango de una daga de duelo con la diestra, como esperando que alguien lo criticara por su alcohólico accionar para reaccionar inmediatamente con filuda violencia. La reina de ese mismo palo era la más graciosa, con un escote a la vista de todos que adornaba con un collar dorado de azules piedras mientras sostenía un faisán sobre su dedo índice. Pero, con la única carta que nunca quería jugar Tasarla era con la reina de tréboles. Decía que cuando hechizó el mazo esa carta fue la única que cambió. Cambió su apariencia. La reina de esa carta había pasado de tener una flor en la mano a tener ahora un retrato circular. Ese retrato era la imagen de Tasarla. Cuando Tasarla pactó su hechizo usaba un vestido blanco con puntos negros, como el del dibujo, y siempre se recortaba el cabello de esa manera. La reina sostenía tal retrato con ambas manos y con una mirada aterradora, como invitándote a degustar tu última cena en compañía de todos los que amaste alguna vez, pero que ya llegó la hora de despedirse en grande.

Pero había hablado de una llamada que terminó por acabar con todo este dulce aprendizaje de trucos. Allá, en Sevilla, se postraba la madre de Tasarla, invadida por una leucemia repentina de la cual no se sabía su origen. La gruesa gitana entonces se avivó con lo que Moloch le había querido decir en sus conversaciones y no le pude sacar de la cabeza que el musculoso cornudo ese tenía algo que ver. Estaba convencida que el diablo se estaba cobrando la sangre derramada, que todo el dinero ganado no era gratuito, que el no haber permitido que nadie dejara caer ninguna de las cartas al suelo había desesperado a Moloch todo ese tiempo y había venido por los beneficios de su pacto. A Tasarla se le metió en la cabeza que Moloch se estaba llevando a su madre en compensación por sus favores.

Así, decidió dejarme todo. Su colección de naipes, que eran antiguos, diferentes y raros. Me dio instrucciones específicas sobre qué hacer con cada uno. Como todos estaban hechizados, todos tenían su única forma de desaparecer del mundo, y el hechizo con ellos. Unos Justo Rodero e Hijos, que servían para ganar en el Chinchón, debían ser quemados en carbón ardiente. Otros de la marca Joker con los cuales se ganaba siempre en el póker debían ser molidos en una máquina de hacer carne molida, alguna me indicó que debía ser tirada al mar mientras se recitaba un Ave María y dos Padres Nuestros. El par de mazos malditos por Moloch debían ser quemados con bencina en una vasija de madera con una cruz de cuarzo encima. Incluso me dio la cruz de cuarzo que ella misma había hecho a mano, modificándolo de una pirámide, que debía utilizar y que aún conservo. Así, a mí llegaron cuchillos malditos, velas que debían ser encendidas y apagadas a ciertas horas para mantener sus poderes, otros metales que llevaban encima sangre con historia y otros cuchillos que estaban hechizados para la pelea. Cosas, simples cosas que nunca sabrían que sus dueños habían cambiado. Cosas que nunca sabrían el momento en el que nos hayamos ido de este mundo. Cosas que nunca sabrían cuando llegaron o cuando se irán. ¿O es que nos esperan? ¿Y si las cosas que dejamos en casa esperan nuestra vuelta? Su deña se fue y yo quedé, y alguna vez yo me iré y quedará alguien más. Y los cuchillos, dijes, collares, naipes, reliquias, piezas de ajedrez, fichas de dominó, candelabros y joyas, encendedores y tableros que Tasarla me dejó serán conservados mientras me sirvan… o sirvan a alguien. Y sus hechizos serán perennes, mientras nosotros no. ¡Ya quisiéramos ser hechizos! ¡Ser perennes y poderosos en nuestro tema! ¿No es acaso eso de lo que se trata vivir? Querer permanecer y tener cada vez más poder. Y el cuerpo es todo lo contrario: mortal y, con el paso del tiempo, cada vez menos poderoso.

Pero lo que más apunté en el cuaderno que me dio no fueron las maneras como debía acabar con las cosas, sino el funcionamiento de sus hechizos. Cada baraja tenía poderes diferentes. Unas, claro, estaban hechizadas para nunca perder en la mosqueta (negocio del que habían vivido mi gitana y su madre y su abuela por mucho tiempo), otras para cambiar de color, otras hacían trucos maravillosos, cosas que yo nunca hubiera podido imaginar hacer. De pronto me había convertido en un mago con trucos que muchos profesionales envidiarían realizar. Incluso me dejó sus naipes Azabache, en cuya cubierta yace la silueta de un caballo negro parado en su dos patas traseras. Tales cartas son muy valiosas. Tienen muchos poderes para hacer diferentes trucos de magia que enloquecerían a cualquiera. Provienen de Andalucía y son únicas en el mundo. Fueron mandadas a hacer por un fabricante especialmente para la abuela de Tasarla, una gitana entusiasta que pretendía nunca perder jugando a la Escoba y hechizó sus cartas para eso mismo, un hechizo parecido al de Moloch, pero que al parecer no funcionó porque le costó la vida. Según la leyenda murió por olerlas. La criatura que las hechizó era un tal Mammóm y las había devuelto con una trampa mortal y no duraron mucho en las manos de la yaya. Aún se pueden hacer muchos trucos mágicos con esas cartas. Detrás de su As de oros que representa al Cesar romano hay mucha hechicería aún por salir. Y decían las tías de Tasarla que Mammón, el amigo de la abuela, gustaba reposar sobre sus figuras de reyes, en especial la del rey de oros. Decían que los ojos de Mammón estaban impregnados en los ojos de tal figura.

Pero, después de todo, yo sí me había enamorado de Tasarla e intenté dejar todo eso para irme con ella. Ya me veía yo en Sevilla viviendo con ella, bebiendo vinos europeos y visitando bares españoles en busca de nuevos rivales para el truco.

-No puedo llevarte conmigo. Tú perteneces a Buenos Aires porque yo te conocí aquí e hice el pacto aquí. Por eso debo dejarte, con mis cosas, y debes terminar con todas porque luego puede perseguirte a vos. Sólo si no llevo nada de Buenos Aires podré salvar a mi madre, así que nada que conseguí aquí se irá conmigo y eso te incluye a ti. -Me dijo con sus ojos brillosos y la pena en sus mejillas.

-¿Cómo sabes que funcionará?

-Lo sé. Sólo lo sé.

El cuaderno con las instrucciones sobre las barajas se perdieron en el tiempo, pero recuerdo exactamente el hechizo de cada una y la forma de acabar con todas ellas. No acabé con ninguna y conservé todas. Al despedirme de Tasarla en el Ministro Pistarini sentí que el miedo de su rostro era mucho más fuerte que el amor que se enroscaba en su corazón. Pero tal miedo no está capacitado para entrar en el rostro impenetrable de un vampiro ni en un corazón intrincadamente roto. Amor se fue en un avión que voló lejos y que aterrizó en Barajas a 96 pasajeros de las cuales una ya era huérfana. La cetrina gitana nunca quiso regresar a australes latitudes y prefirió la muerte. Se suicidó ahogándose en la bañera de un hotel sevillano una semana después de tornar a su patria. El informe periodístico señalaba que su cuerpo había estado gestando un feto hacía siete meses antes de su último latido. Tal vez no pudo perdonarse la muerte de su madre. Tal vez no había nada qué perdonar. Tal vez no quiso que Moloch se diera un festín nueve años más tarde.

Lo cierto es que a mí nunca se me acercó tal espécimen. Debo añadir que lo espero aquí con los naipes que él alguna vez hechizó. Cierta melancolía que me invade la espalda cada vez que tomo tales naipes con las manos me indica, como sollozando, que hay temor de venir a verme. Lo más probable es que sea cierto pero ante tal cuestión nada puedo hacer. ¿Será debido a la vez aquella que lo tomé del cuerno izquierdo, le di tres o cuatro vueltas antes de estrellarlo contra el placard por entrar a la habitación y despertarme a las tres de la madrugada? Aún recuerdo el grito de espanto de Tasarla al escuchar la puerta del placard rompiéndose. Yo alegué que como me mordió el brazo pensé que era algún tipo de animal. Nos miramos, nos calculamos, todo en esa habitación. Ella pensó que había tirado a un gato callejero que se metió a la pieza. Recuerdo que ella se levantó y lo atendió. Yo alegué que había tenido una pesadilla y al despertarme reaccioné sin pensar. Pero no. Él sabía que yo sabía. Yo sabía que él sabía. Ambos nos sabíamos nuestras maldades.

miércoles, 12 de enero de 2011

LA CAÍDA DE LA CASA CUADRA

Álvaro Cuadra


Me es ya muy difícil recordar todos los acontecimientos cronológicamente y plasmarlos en la página en blanco, como un dictado del más allá; como cuando escribía guiado por una inhumana voz que me decía todo lo que tenía que escribirle a mi ahora desaparecida amada.

Creo que estaba dormitando cuando recibí la llamada del menor de los Cuadra desde el aeropuerto y, aunque no tenía ni las más mínimas ganas de moverme de mi cama, decidí que debía acudir al llamado de mi amigo porque, además de haber planeado desde hace mucho tiempo nuestro encuentro por esos medios demoníacos del internet, le debía mucho al flaco; no sólo por haberme presentado a la mujer con la que pensaba quedarme por el resto de mi vida, sino también porque siempre sospeché que él me consideró como un miembro más de su deslucida familia (a la que, por cierto, tuve que bancarme poco pero demasiado tiempo).

Siempre me causó una gran nostalgia pisar un aeropuerto. Son lugares muy extraños, porque a pesar de caracterizarse por ser muy bien iluminados y llenos de gente por todos lados, son también lugares en los que los viajantes se ponen a pensar sobre todo lo que dejarán atrás cuando el avión deje de pisar el suelo. Siempre sentí un tipo de aire fresco en el diafragma cuando iba a un aeropuerto, incluso antes de ingresar a éste nos llega a todos un espíritu de aventura indescriptible.

No fue este el caso cuando fui a encontrarme con Álvaro. No es que su encuentro haya apagado mi espíritu aventurero, sino que yo no dejaría nada atrás; sólo había ido a recibir a mi amigo; en cambio, era él quien debía sentir el otro tipo de nostalgia que le sucede a uno cuando pisa el aeropuerto de su país, ese que es como una calma tiesa que renueva el espíritu, supongo que se debe a la tranquilidad que uno siente cuando vuelve. Es como probar una cucharadita de lo más parecido a un exilio, pero que no lo es.

Divisé a Álvaro en el centro del recinto. Parecía haber buscado el lugar más visible para facilitarme la búsqueda y, al mismo tiempo, facilitarse el transporte de su enorme y pesado equipaje. Parado ahí, flaqueado por sus maletas con estilo retro, parecía esperarme para que lo ayudara a sobrellevar el calvario que representaba el tránsito de semejantes bultos. 
Llegando a él sentí su olor característico, un olor como a azul renuente, en el cual se notaban todos los padecimientos que le habían sucedido por viajar solo y con el mismo peso corporal, aún mayor que el mío, pero todavía insuficiente para el ejercicio físico que demanda el transportar equipajes de tan elevados volúmenes.

El flaco no había cambiado ese ambiguo estilo timburtoniano que lucía con su vestimenta; todavía hacía funcionar sus inseparables auriculares que siempre se encargaban de meter el sonido eléctrico que tanto disfrutaba. Se había mandado a hacer dos huecos en los labios inferiores, uno a cada lado, simétricamente cuadrados, en los que usaba dos piercings, como aguijones de bicho raro incrustados en su carne. Seguía usando sus viejos lentes  de medida de estilo retro y sus pantalones pitillos, tan apretados que a veces no permitían la libre circulación de su sangre por sus miembros inferiores (esto sucedía cuando se quedaba sentado mucho tiempo), que seguían haciendo juego a empujones con su pequeño saco gris de pana inglés, del cual él siempre se jactaba, y el cual una vez me probé insatisfactoriamente. No pude quedármelo puesto (las mangas eran demasiado cortas).


A Anna siempre le gustó que yo la acompañara a su lado cuando cenaba con su familia. Esa noche no iba a poder zafar esa obligación que el compromiso con ella y con sus caderas me obligaba a cumplir. Mi enamorada era realmente preciosa, en todo el sentido de la palabra, hubiera pagado un precio bastante elevado si no la hubiera podido conseguir gratis en uno de esos pasajes deslucidos que la vida ofrece, pero del cual nunca aclara sus razones.

Yo era realmente vasto con Anna. Sus enormes nalgas no me dejaban pensar en amores olvidados del pasado, ni me dejaban hacer las viejas remembranzas de las cuales me había valido todo el tiempo pasado que había tenido que sobrevivir sin ella. Algunos de mis amigos envidiosos pensaban en voz alta para comunicarme, con toda la mala fe del caso, que pensaban que sus nalgas eran mucho más grandes que lo que su cuerpo podía soportar. Usaban estas afirmaciones para argumentar que el cuerpo de mi enamorada era disconforme con la estética. 

Yo, realmente, disfrutaba enfermándome con ella cada vez que teníamos oportunidad de hacerlo. No todo era color de rosa en ella, si bien es cierto que tenía un sobrepeso al borde de lo estéticamente aceptable, compensaba su iracundo carácter y todo eso con su rostro tan sensual como los abdominales marcados de una bailarina exótica.

-Me voy a Argentina para no tener que ver más tanta choleada y, ¡saz! ¡Que se mete un negro a mi exposición!

Álvaro era tan artista como racista. Sus pinturas habían tenido mucho éxito en Sudamérica por gozar de un estilo europeo, y había aceptado una invitación a hacer una exposición en Buenos Aires por el simple hecho de ser en esa ciudad. No perdía nunca la oportunidad, cada vez que salía en cualquier discusión, de aclarar que siempre fue feliz en tierras gauchas, más cuando vivió ahí de pequeño, y que su depresión se inclinó hacia él cuando tuvo que venir a Lima.

-Eso es lo que crees tú porque sólo estuviste en Buenos Aires. Pero, si hubieras estado en las provincias, te hubieras dado cuenta de que no se diferencian mucho de las provincias de acá.

-Pero lo que se suponía que nunca habría allá es un maldito negro entrando a una exposición de pintura. –Se quejaba Álvaro, acomodándose las gafas ochenteras con el índice y el pulgar­– ¿Qué hace un negro en una exposición de pintura? ¡Los negros no pueden pintar! Tienen las manos duras. Son así porque tienen que tocar el cajón y sodomizar a sus negras que tienen la piel más curtida que los brazos de un pescador.

Mi intento por calmarlo había fallado y no me daban ganas de seguir tratando de calmarlo. Hablaba con tanta seguridad que deseé poder hablar como él; no lo hacía porque a Anna no le gustaba que su hermano hablara así y pensé que me ganaría una discusión innecesaria y, tal vez, no tendría esas enormes nalgas entre mis dientes por largo rato si me atrevía a desafiarla.

-¡Deja de hablar pavadas y come!

La abuela se caracterizaba por hablar siempre fuerte y segura. Rara vez pronunciaba una frase sin incluir una lisura o un insulto dentro de ella. Parecía tener la seguridad que le dan los años a aquella que guarda, en el baúl más viejo de la casa, todos los secretos que la vida le ha confesado a lo largo del tiempo. Le gustaba golpear la mesa cuando gritaba, como queriendo atraer más la atención que ya su enardecida voz usaba de por sí.

Álvaro no escondía su miedo; lo dejaba ver como Indiana Jones mostraría su barba de cuatro días al pasar a caballo por los suburbios de la luna. Hasta ahora no puedo olvidar lo mucho que me divertía observándolo comer. Encontraba muy divertida la forma en la que sus largas y huesudas manos metían la comida en su boca, la que estaba opacada por una enorme cabeza, inconstantemente despeinada, la cual siempre lució muy orgulloso al andar por la calle. Había puesto su pañuelo rojo sobre la mesa; siempre que comía se lo sacaba y lo ponía sobre la mesa también atado, como cuando lo ataba a su cuello. Señalaría ese acto como un intento de diferenciarse de las demás personas. Anna nunca se lo bancó totalmente, no porque no compartían gustos artísticos, sino porque creo que lo veía como un pibe que nunca la podría ayudar a resolver los problemas que la agobiaban en la vida. A uno de esos problemas, siempre sospeché, le había puesto una etiqueta con mi nombre.


Esa noche tuve una faena muy dura con Anna. A ella le gustaba que la sodomizara con mucha fuerza y yo siempre tenía miedo de que su abuela, que para infortunio nuestro gozaba de un sentido auditivo muy fino, nos tocara la puerta para decirme que no se bancaba más que haga gritar a su nieta de maneras tan caninas.

Insoportablemente, el trasero de mi novia era muy enfermizo, sus caderas eran exageradamente anchas y eso provocaba en mi cerebro el apartamiento de las ideas dialécticas para dar paso a ideas que, aparentemente, solucionarían mi tremenda sed de contacto carnal. Nunca se alejarían tales ideas de mis pensamientos, ya que, al tratar de satisfacerlas, lo que conseguía era probarlas más y más; y, por lo tanto, enamorarme de ellas más y más. Anna, no obstante, era discreta a la hora de andar por la calle o por la casa, pero nunca fue discreta en su vestir; no se le podría culpar de no serlo porque, pobre ella, le era, para cualquier chica con el cuerpo del que ella gozaba, muy difícil de disimular, más aún con las curvas exageradas que poseía.

Pero de no ser por la amistad que cultivé con Álvaro desde hace muchos años, nunca hubiera conocido a su hermana. Con el flaco me divertía mucho y siempre encontrábamos temas de conversación que nos gustaba discutir en el escenario en el que estábamos. Nunca nos gustaba perder en cuanto a conocimiento de cine o música se nos ponía en el camino, y, si lo desconocíamos ambos, simplemente, el tema nunca llegaba a la conversación. A veces nos quedábamos en su habitación fumando yerba y escuchando las canciones de Pink Floyd; discutiendo de las películas de Tim Burton y analizando sus pinturas.

De sus pinturas diré que las admiraba mucho. De haber podido pintar como él lo hacía me hubiera convertido en un arrogante poeta maldito, similar a lo que él fue. Siempre envidié una muy grande que él hizo en mi presencia. Figuraba un tipo muy asustado, sentado, abrazado a sus rodillas, con la mirada perdida en algún punto de algún espacio en el que, parecía, no pasaba el tiempo ni por asomo. Tenía los cabellos casi parados por el temor y la barba un poco crecida. Vestía un saco muy antiguo con mangas muy cortas, un pantalón pitillo y botas militarmente sujetadas por unos cordones muy gruesos. Desconozco la manera en que él le había dado un efecto muy creíble para que pareciera que el tipo realmente temblaba de miedo. La habitación en la que estaba lucía abarrotada de cables; algunos enchufados; otros atados; otros pegados con cinta adhesiva; otros parchados; otros enroscados a otros cables y a otras partes de la habitación, pero ninguno ofrecía seguridad. Las advertencias hechas para mantener a cualquier incauto lejos de ellas también parecían viejas y desprovistas ya de eficacia. Se suponía que dentro de las cajas de metal estarían más cables de alto voltaje; pero, todas estaban tan pegadas a las demás que el cuadro sólo era posible en sí mismo. Parecía que si el tipo de los pantalones pitillos se movía, tan sólo un poco, moriría electrocutado ipso facto.

Yo presencié el comienzo y el final de esa pintura. Al fin le puso algunos libros que él solía leer –como The Birds de Daphne du Maurier o el Frankenstein de Mary Shelley– regados por el suelo, como si el tipo del pañuelo rojo en el cuello los hubiera dejado caer del susto que le dio el tan sólo hojearlos.

-¡Che! Esta la voy a poner justo en la entrada de la sala. –Decía, mientras sostenía el cartón con las dos manos y la observaba sonriente–. Será la primera pintura que vean al entrar a la exposición.

Yo asentí cuando él me miró para saber qué es lo que yo pensaba acerca de lo que había dicho; pero, en realidad no me gustaba la idea de tener que decirle que me gustaba aquella imagen en su cartón; no porque el dibujo no fuera buenísimo, sino que lo envidié demasiado por poder dibujar y expresar sus pareceres de esas formas. Siempre envidié a cualquiera que sea un maestro en las artes plásticas. En cambio, para bajar un poco su ego, me interesé maliciosamente por otro dibujo que tenía en su habitación.

-¿Qué significa este? ¿Una puerta?

El dibujo mostraba una puerta, equidistante de los bordes del cartón, muy realísticamente interpretada.

-Es la única puerta de la casa que no se abre.

-¿Cómo que no se abre?

-La vieja de mierda nunca deja abrir esa puerta, a nadie. Cuando éramos niños, Anna y yo, intentamos abrirla para saber qué diablos había adentro pero la abuela se arrebató y nos alejó de ella con palo en mano -Hablaba así mientras enrollaba el cartón y lo metía en un cofre que tenía debajo de su cama. -Siempre gritaba diciendo que no había necesidad de que entraran abrieran esa puerta porque en esa habitación no había nada. ¿No sé cómo pensaba hacernos creer que no había nada? ¡Era lógico que algo tenía que haber! ¿Por qué nos iba a prohibir entrar a una habitación en la que no había nada? ¡Es una locura! -Ahora hablaba caminando por toda su habitación.

Noté, maliciosamente, qué había despertado en él un espíritu aventurero, algo que él había tenido guardado hace mucho tiempo.


Era de una satisfacción anímica el regresar a la casa Cuadra luego de algunos días de ausencia. Debo confesar que tenía algo de miedo al compromiso matrimonial con Anna; una de las razones por las cuales me ausentaba algunos días luego de ir a verla a su casa se originaba en su cuerpo. El simple hecho de pensar cómo sus piernas se organizaban para poder mantenerse el más largo tiempo posible entre las mías, era un motivo para ya no pensar en nada más. Sentía que dejaba de hacer cosas mucho más importantes para estar con ella; y, si el tiempo que pasaba con ella se hubiera convertido en tiempo completo, el retraso se hubiera vuelto crónico. Aunque siempre supe que el amor, ya sea por el sexo, el cariño, la costumbre o el amor por el bienestar de la otra persona, representa el atraso más difícil de visualizar para el ser humano.

La casa Cuadra no disimulaba nada. Cualquiera que se ausentaba algunos días, como yo, y volvía luego de algún tiempo, no podía evitar darse cuenta de lo terrorífica que era su iluminación exterior. El jardín de la fachada, que estaba al pié del porche, tenía un color extraño, una combinación de verde y amarillo, nunca antes visto, que se hacía más extraño por el color de los focos que se mantenían encendidos durante toda la noche. El porche era viejo, con las maderas de la baranda ya podridas; denotaban una mano de pintura blanca pintada hace mucho tiempo, tanto que ya casi no quedaban rastros de ella. Por dentro la casa era como cualquier otra. Era grande pero difícil de transitar, por los pasadizos angostos que en ella había.

El día que observé más a fondo el lugar fue el día del enfrentamiento. Yo había sido recibido por mi novia, que justo ese día la había visto con el trasero más hinchado (había descubierto que una mujer como ella, que apoyara todo su peso sobre su trasero al dormir, conseguiría que éste se le hinchara aún más y se quede con esa ilusión unos cuantos minutos luego de levantarse).

Al entrar nos sentamos en la sala y empezamos a conversar sobre los planes que teníamos a futuro. Yo no me atrevía nunca a cortar esas conversaciones porque había aceptado la idea de renunciar a mis tiempos de creación -y con esto se podrían ver mortificados muchas personas más, incluyéndome a mí- con tal de sumergirme en el mundo dionisíaco que ella me ofrecía.

Cuando sentimos que Álvaro bajaba por las escaleras metálicas que conducían a su habitación, ella me preguntó:

-¿Qué le dijiste a mi hermano?

Su mirada había cambiado tan rápidamente que una brisa de susto invadió mis omóplatos. Álvaro impidió que contestara a la pregunta porque nos miró tan severamente que consiguió aumentar la brisa de susto en mi espalda. No tanto por la mirada, sino por la pata de cabra que llevaba en ambas manos.

-¡No lo vas a hacer! -Dijo Anna a su hermano que llevaba una cara de loco angustiado nunca antes vista.

-¡Mírame hacerlo!

Álvaro se introdujo a la casa por los pasadizos angostos que estaban cerca de la habitación de su abuela. Anna y yo lo seguimos hasta una puerta de madera a la que yo nunca había entrado en los nueve años que llevaba entrando a esa casa. Álvaro se paró frente a la puerta con la pata de cabra en las manos pero Anna lo sujetó. Inmediatamente me di cuenta del parecido que tenía con el dibujo de la puerta que había visto hace unos días en su cuarto.

-¡Si la abuela no quiere que abramos esa puerta no la abriremos!

-Yo no pienso esperar hasta que se muera.

La abuela salió de su habitación vestida con un camisón blanco de apariencia sucia y vieja. Las sandalias habían sufrido una transformación especial para adecuarse adecuadamente a los deformes pies de la octogenaria anciana.

-¡Qué carajos pasa acá!

-¿Crees que no sé que ahí dentro está la herencia que nos dejó el bisabuelo Pepe Lucho?

-¡Carajo, ya te he dicho que esa herencia la gastó tu viejo de mierda para pagar las deudas que tenía con la casa de campo que se quemó! ¡No hay nada en ese cuarto, andáte de acá!

Álvaro apuñaló la puerta con la pata de cabra pero la madera era tan dura que, a pesar que lo intentó muchas veces, no pudo incrustar la punta aplanada en el borde. Debo decir que el flaco nunca se caracterizó por tener mucha fuerza.

Anna y yo le detuvimos los brazos para alejarlo de la puerta. Entre los gritos de la abuela y el sonido que hacía la pata de cabra al rebotar contra el suelo, pudimos sacar a Álvaro de la escena sin que sus negras y esmaltadas uñas nos hicieran daño.

Anna pasó los días muy preocupada desde aquel incidente. Un día, de los primeros de diciembre, ambos celebrábamos su cumpleaños conversando en su sala, comiendo pizza y viendo El Hijo de la Novia. Elegí esa película porque ya la había visto dos veces y sabía que ella no se quedaría callada durante ningún episodio de la cinta. Anna nunca se quedaba callada cuando veía una película. Hasta cuando íbamos al cine me preguntaba acerca de cualquier cosa; entre esas cosas existían también interrogantes de la película. Cuando veíamos una película que no habíamos visto antes, ella no encontraba ridículo preguntarme acerca de qué cosas sucederían más adelante.

-Deberías hablar con Álvaro. Últimamente no ha bajado más que para comer y cierra su cuarto con cerrojo.

Encontré cantidades imponentes de preocupación en sus palabras. Anna no se había preocupado por su hermano nunca antes y no lo estaba haciendo ahora, luego reparé en darme cuenta que estaba tratando de protegerse. Ya conocía muy bien a mi mujer luego de tantas noches juntos.

Toqué la puerta del cuarto blanco porque, como había dicho Anna, Álvaro se había encerrado dentro. Luego de preguntar para saber quién era el que tocaba, me abrió la puerta.

-Pasa, che. ¡Qué bueno que subiste! Quería preguntarte algo.

Evite un tarro de pintura roja y un pincel muy sucio para no mancharme las botas al entrar a su habitación. Su necrófila ropa estaba tirada por todos lados y hasta pisé su correa sin querer en un intento por llegar a la silla más cerca y sentarme. Él se tiró, cuan largo era, sobre su destendida cama y me habló mirando hacia el techo, abriendo las piernas y los brazos.

-¿Tú sabías que mi mamá era bruja?

-¿Qué?

-Todos creen que no lo recuerdo porque estaba muy chico; pero una vez, cuando tenía tres años, creo, una mujer vino a la casa con un bebe en brazos. La señora lloraba y creo que el bebe también. Mi mamá era buscada porque era curandera o algo así. A mí siempre me mandaban a mi habitación y no me dejaban ver nada, pero, la vieja sabe que yo sí me acuerdo y sé que todo ese secreto está en esa habitación.

Dijo todo eso mirando fijamente hacia el techo del cuarto, como si se lo habría aprendido de memoria para decírmelo cuando lo buscara.

-¿Y si de verdad no hay nada?

-Eso es mentira. ¿Para qué va a querer cerrar un cuarto vacío? Ahí hay algo. Y eso no es todo. Ayer estuve en el hospital donde murió mi mamá y pedí los informes médicos de los doctores que la atendieron antes que muriera. No pude entender mucho, y no me dejaron sacar copias, pero al parecer mi mamá pedía que la llevaran a casa porque no quería estar en el hospital; pero, los médicos no la dejaron salir hasta que murió. ¿Te das cuenta?

Se repuso sobre su cama y me miró como esperando que lo felicitara por haber descubierto la pólvora.

-¿De qué?

-¿No te das cuenta, pelotudo?  Mi mamá quería venir a la casa porque sabía que se podía curar en su guarida.

-¿En su guarida?

-La habitación de abajo.

-¿Ahora crees que hay un laboratorio de medicina ahí?

-¡No! Dentro de esa habitación ella hacía sus hechizos. Ella debe haber tenido una especie de guarida con todos los secretos para curar a la gente.

A esas alturas el loco parecía muy seguro de las conclusiones a las que había llegado. Se paró y siguió hablándome de su madre, De la vez que había visto a la mujer con el bebe. Él pensaba que la madre había traído a su hijo ya desahuciado y que su madre lo había salvado con hechizos que ambos ignorábamos.

Cuando Anna me vio al bajar no pudo evitar excitarse mucho al preguntarme acerca de lo que había estado conversando con su hermano. Le conté todo al detalle y coincidió conmigo en que debíamos buscar ayuda psiquiátrica para su hermano porque su abuela, que ya era muy vieja, no podría ser capaz de hacerlo sola. Decidimos que esa noche la pasaríamos juntos en su casa a celebrar su cumpleaños, yo moría por volverla a ver desnuda, y traté de relajar la tensión en mi cuerpo provenida de la conversación con Álvaro para conseguir una larga erección esa noche. Todo esto lo haría mientras Anna se iba a bañar.

Luego de pasar un rato viendo los catálogos navideños de Ripley que Anna coleccionaba, y luego de escoger una gran correa negra para regalarle en navidad (a ella le gustaban mucho las correas negras y anchas con hebillas grandes porque decía que la hacían ver más sexy), sentí una espasmódica curiosidad por ver la puerta de la habitación una vez más; o, por lo menos, acercarme a tocarla y, tal vez, ver si había alguna rendija por donde se pudiera adivinar algo de lo que había dentro.

Todavía ignoro qué miembro de la casa pudo haber ayudado a la abuela a mover semejante mostrador de vajilla para ponerlo justo delante de la puerta. Era un mostrador que había visto antes arrinconado en otro extremo de la casa, muy lejos de la puerta en disputa, y que había sido movido allí, con todo y vajilla de porcelana fina, con toda la intención de impedir el paso a quién se atreviera a acercarse al cuarto prohibido. El mostrador era tan grande, tan difícil de mover a voluntad y tan pesado, que se notaban en el parquet, claramente, las marcas propias de una difícil movilización.

Como era imposible que yo solo moviera semejante mueble, me acerqué a éste con cautela pero con mucha más mala fe, propia de aquel que es impedido de algo y, aunque nunca haya pensado en ello, trata de conseguir lo impedido por el simple hecho de darle la contra al destino impuesto por no ser el escogido.

-¡¿Qué cosa quieres?!

El cuerpo se me quedó tieso por el susto y traté de parar un poco las revoluciones de mi corazón pensando en cosas maravillosas, como las hamburguesas Juancho´s de Jesús María o las caminatas hacia el Estadio Monumental desde el óvalo Huarochirí hasta la Tribuna Oriente.

Pero el miedo fue más al darme cuenta que, prácticamente, las paredes del pasadizo me estaban gritando lo que mis oídos estaban oyendo.

-¡Te estoy hablando a vos!

Ya estaba cerca de la taquicardia cuando advertí la puerta de la habitación de la abuela abriéndose. La vieja salió con la bata sucia de todos los días y con una cara más arrugada de lo normal.

-¿Crees que no estoy vigilando? ¡Mira! –Me decía mientras señalaba, con un huesudo y artrítico dedo índice, la mirilla de la puerta que había instalado recién en su habitación– ¿Crees que soy boluda?

-No señora. Lo siento. Sólo quería ver.

-Sí, ¿cómo no? Y yo soy Janet Leigh ¿Y mi nieta?, ¿dónde está?

Me hablaba mientras se separaba más de su puerta y se acercaba más a mí.

-Está bañándose.

-¿Te vas a quedar a culeartela esta noche?

Acepto que esa pregunta me desorientó por completo, tanto fue así que no supe que contestarle. Me quedé en silencio unos minutos mientras sólo atinaba a mirar al vació.

-¡Vamos! No te avergüences. ¿Crees que yo no fui joven, también? ¡Culéatela mientras es joven, más bien! Pero, dime algo: ¿Te piensas casar con ella, no?

Ya se me había pasado el efecto de la primera pregunta.

-Eso esperamos.

-Sí, es buena chica. Cuídala bien porque yo no estaré aquí mucho tiempo más. Soy vieja, si no te has dado cuenta. Y, Álvaro, ha estado peor. Debo volverle a tratar con el médico si no quiero que se empeore.

Yo siempre supe que Álvaro veía a un psicólogo y hasta estaba medicado, así que el comentario de la abuela no me sorprendió.

-¿Sí, estuve hablando con él? Piensa que su mamá trabajaba acá y por eso se obsesionó con esta habitación.

La abuela me diría lo siguiente de una forma que nunca olvidaré en la vida. Acercó su rostro hacia el mío, luego de haber estado mirando el estado del mostrador, y casi se quería meter en mi cerebro al farfullar con su dentadura postiza.

-Nunca permitas que Álvaro habrá este cuarto por ningún motivo.

Ya no me quedaban fuerzas para decir más que dos palabras.

-¿Por qué?

-Porque no hay nada.


Los días cercanos a ese incidente vi mucho más a Anna de lo que la había visto en las últimas semanas; no porque quería verla más, sino porque ella me llamaba constantemente todos los días y a momentos, algunas veces, inesperados. Su blanca palidez no lucía libre de complejidades. Se notaba con mirarla que detrás de ese pantalón apretado había una intensa preocupación. Siempre me hablaba de su hermano y de cómo su abuela había intentando, sin éxito, llevarlo a un consultorio psiquiátrico. Cuando intentaba indagar sobre lo que ella sabía acerca de la casa y de su madre me cortaba la conversación metiendo otro tema que nada tenía que ver con el que yo proponía. Esta suerte de ladrón y policía me estaba haciendo desconfiar de la ignorancia que ella pretendía mostrar ante mis preguntas.

-Mi mamá sí trabajaba en la casa porque era enfermera. Algunas veces la gente venía a verla porque lo que su hijo tenía no era tan grave como para llevarlo a un hospital.

Yo no podía evitar pensar en desnudarla y tomar con mis dientes esa carne que sobresalía desde los lados de su pantalón mientras ella se empeñaba en contarme que su madre no había sido ninguna bruja hechicera o cosa parecida. Esto no significaba que no me importara lo que ella me estaba diciendo, sucedía simplemente que ya había perdido las ilusiones de pasar toda mi vida con la mujer que pensé sería mi compañera perpetua. Tenía serios motivos para concluir que ella me estaba mintiendo.

Marcado por la conversación tan tenebrosa con su abuela, y por vocación aventurera, me había empeñado en averiguar por mí mismo acerca de la casa Cuadra y de todo su pasado por medio de sus vecinos; claro está, tuve que enfrentarme a ciertas senilidades propias de la edad de los supuestos conocedores del tema.

La señora Keller, que durante toda la conversación me aclaró mucho acerca de su ascendencia alemana, se identificó como la señora que llevó a su hija a ver a la curandera que atendía en la casa frente a la suya. Me contó cómo un día su pequeña hija sufrió una fiebre terrible, en la época de los apagones por las caídas de las torres de alta tensión en el Morro Solar, y decidió llevarla a la casa del frente. A la casa Cuadra.

-La casa Cuadra era conocida por la curandera. La señora Anna atendía ahí. Tenía una hija con el mismo nombre que le ayudaba a hacer sus curaciones. -La señora Keller hablaba con mucho cuidado para que su dentadura postiza no caiga al suelo de improvisto.

-¿Está segura que era su hija la que la ayudaba?

-Por supuesto que sí. Tenía como 10 años en esas épocas. Debe acordarse de mí, sin duda.
Los números coincidían a la hora de hacer cuenta con las edades.

No dudé en tocar otras puertas en las que, por cierto, obtuve satisfacciones en cuanto a mis curiosidades. Una muy peculiar fue la del señor Pellegrini: un viejo de avanzada edad, muy parecido a Bertrand Russell en sus últimos años, que se identificó como un ex trabajador del gobierno que, alguna vez, había pisado la casa Cuadra para resolver un problema que la ciencia médica dejó caer de entre sus dedos.

Resultó que al viejo Pellegrini le habían diagnosticado Cáncer de Colon y no le habían vaticinado más de tres meses de vida.

-Eso fue hace ya 16 años y aún sigo vivo y atento. –Expresaba el viejo vestido con saco y corbata luego de cenar; orgulloso y con una voz aguardentosa.

-¿Recuerda usted si fue atendido en alguna habitación de la casa?

-Claro. La señora Anna tenía un despacho en el que atendía a la gente que la necesitaba. Era una habitación en el pasillo del fondo, debajo de las escaleras que suben al segundo piso (era la descripción exacta del cuarto). Tenía muchas cosas raras ahí y hasta se rumoreaba que había un tesoro que ella guardaba; yo supongo que era el dinero que su marido le dejó, pero con lo del cambio de moneda desde esa época… ¿viste? No sé. No sé y ni me interesa. Siempre le estaré agradecido a esa mujer de que me haya curado el maldito cáncer que casi me mata y me haya vivir hasta ahora. Fue una pena cuando murió con lo del tren y todo… todos en el barrio la extrañamos pero nunca hablamos de su leyenda por respeto… pero ahora, luego de tantos años, ¿viste? ¿Qué más da?

-¿Nunca volvió a entrar a la casa?

-Desde que la señora Anna muriera, nunca más. No porque no quisiera entrar a visitar a los Cuadra, son del barrio, ¿viste? Lo que sucedió fue que su madre prácticamente cerró la casa para siempre. Nada de nada con los vecinos. Supongo que todos la comprendieron; era su única hija. ¿Qué va a ser? La casa Cuadra está ahí, pero, vacía.

Luego de notar que los vecinos con los que hablé eran muy viejos para haber advertido la llegada de la hija de la curandera, a la cual ellos recordaban con gratitud, desde hace un buen tiempo a la casa Cuadra; y también que los miembros más jóvenes de las familias vecinas no se interesaban por lo que había en aquella casa al desconocer su pasado; me interesé mucho más por el número telefónico del psicólogo al cual querían mandar a Álvaro.

-Una última pregunta, señor Pellegrini. ¿Sabe usted si la señora Anna tenía algún asistente que la ayudara?

Luego de saborear su propia saliva varias veces, el viejo me dijo:

-Era su hija. Era pequeña. Tenía su mismo nombre.


Al poco tiempo ya solamente acudía a la casa Cuadra a ver a mi amigo. Anna nos había dicho que ella nunca había visto a su madre trabajar en la casa y que, menos aun, le había servido de asistente en labores curanderas. Había pensado mucho tiempo en cómo sería una vida con ella; cómo le gustaría vestirse en nuestra boda; cómo sería su aliento todas las mañanas al despertarse; cómo agrandaría su trasero poco a poco, debido al sexo tan subjetivo que me gustaba practicar con ella. No tuve una decepción y eso me tranquilizó.

-Anna siempre ha sido una mentirosa. –Me decía el de cabeza prominente–. No te lo decía porque sabía que estabas re-enganchado con ella y quería que fueras parte de mi familia, pero si no… igual. ¡Che! Ella miente cuando dice que no sabe nada de ese cuarto. Sé que ahí está el tesoro familiar y los secretos de mi madre y tengo que sacarlos.

Álvaro ya no lucía como antes cuando me hablaba echado sobre su cama. El esmalte de las uñas ya se había desorganizado y los bordes estaban despintados. Su ropa siempre había sido desgarbada, pero esta vez se notaba cierto descuido en ella. Había clavado el dibujo de la puerta en la pared de su habitación y los bordes del marco parecían haber sido manipulados muchas veces. Todavía había restos de yerba en su mesa de noche y hasta encima del encendedor. Sus ojos estaban más rojos y más encendidos que nunca y su cabello estaba tan alborotado que daba la impresión de ser más cabezón de lo normal.

-¿Ahora también hay un tesoro? –Le pregunté.

-El tesoro de mi viejo.

Luego de una larga conversación dejé caer sobre mis botas el último motivo para seguir frecuentando la casa Cuadra. Álvaro había dejado su interés por la música y la pintura para obsesionarse con ese maldito cuarto prohibido.

Bajando las escaleras para salir de la casa me di cuenta que ya no tenía interés alguno por volver; así que, supuse que esa sería la última vez que entraba en ella. Anna podía ir a mi casa o al cine al que siempre iba si quería volver a verme, pero no volvería a la casa para verla. Álvaro podía llegar a abrir la puerta o volver a viajar pronto, no sabía lo que él haría y ya me tenía sin cuidado; aunque, como era uno de mis amigos con los que más me divertía, no pretendía dejar de verlo.

Pensaba así hasta que pisé el último escalón y advertí la presencia de la abuela en la sala. Estaba sentada frente al televisor viendo Los Simuladores. Para evitar discusiones sin arreglo decidí avanzar hasta la puerta y salir. Lamenté que la sala estuviera también frente a la puerta de salida, pero luego de un par de segundos ese lamento se acalló; pensé que, si pensaba no volver más, ya no importaría como me fuera esa noche de la casa.

-¿Qué te dijo mi nieto? –Dijo la vieja con una voz como de ultratumba.

-Se quedó dibujando.

-¿Sigue queriendo abrir esa puerta? ¿Qué usará esta vez? ¿Te pidió algo?

-No, nada.

-Pero, ¿quiere abrirla, no?

-Ya sabe. –Miré hacia afuera de la casa y pensé en todos los vecinos viejos con los que había hablado, eso me dio fuerzas para encarar la muy posible mentira que me había dicho la vez anterior–. ¿Por qué no abre la puerta y le muestra que no hay nada dentro? Así se calma y nos dejamos de joder.

La vieja levantó el mate que tenía a su lado, apoyado sobre el sofá. Chupó la pipa haciendo sonar el agua contra la yerba. Dejó un poco de saliva en el bronce al separar sus labios de la boquilla.

-Ese cuarto no se abre. Es una regla de esta casa. No se abre, nunca.

-Hablé con los vecinos. Dicen que en ese cuarto la madre de Álvaro atendía a sus pacientes. Dicen que era una curandera muy conocida.

La vieja se puso de pié y me interrumpió.

-Suficiente. No volveré a hablar con vos. Puedes retirarte.

Pasó cerca de mi lado sin mirarme y se dirigió a la cocina. Sacó la pipa del mate y un poco de yerba cayó al suelo. Cuando me daba la espalda le hablé un poco más alto que el audio del televisor encendido para que me escuchara con claridad.

-No hay nada ahora, ¿verdad?

-Anna nunca fue curandera, ¿qué estás hablando? –Me decía mientras volteaba a verme antes de que entrara caminando en la cocina–. ¿Te volviste loco vos también?

-¿Qué hay en el cuarto, entonces?

-Nunca ha habido nada ahí. No hay nada ahora tampoco.


Esa noche hablé con Anna por teléfono. Notaba en su voz cierta gracia al hablar. Adjudiqué dicha gracia a la dificultad que tienen las mujeres para hablar cuando tienen la garganta influida por las ganas de llorar. Tuvimos una larga conversación y, aunque al principio fuimos muy duros con nuestras palabras, terminamos diciéndonos las cosas que ambos queríamos escuchar de nosotros. Conocí nuestra conciencia sobre el otro que nos habíamos formado nosotros mismos, uno acerca del otro, de tanto frecuentarnos. Concluí que no quería dejar de verla y que lo que había pasado podría haber sido un mal entendido o un intento de su parte por mantener en paz nuestra relación.

Del otro lado del teléfono estaba una mujer que me amaba y que estaba dispuesta a gastar el resto de su tiempo de vida en hacer de mí alguien provechoso. No diré que esa idea me gustaba, pero la idea de que exista una persona dispuesta a hacer eso por alguien más me emocionaba. Había pasado momentos muy agradables con ella, y ella parecía haber pasado momentos muchos más gratos conmigo, así que concluí que sólo tenía que librar un escollo en el camino formado entre ambos.

-Amor, yo hablé con los vecinos más antiguos del vecindario. Me dijeron cosas que te contradicen y no tengo motivos para pensar que ellos están mintiendo.

-Está bien, muñeco. Te voy a decir la verdad. Lo haré porque te amo y quiero vivir contigo para siempre. La mía es tu familia también; así que, tienes derecho a saber siempre la verdad.

-Bien. Dime qué sucede.

-Lo haré; pero en persona. Hablaremos mañana, ¿ok? ¿Vienes a mi casa en la noche?

Habiendo tenido esta conversación tranquilizadora, me dispuse a dormir placenteramente esa noche. Di unos cuantos sorbos al vaso de Coca Cola que siempre está en mi mesa de noche, unos cuantos segundos luego de haber cortado. Dejé seguir corriendo en el DVD, por cuarta vez, la película: “El Hijo de la Novia” de Campanella, antes de disponerme a dormir. No pude conciliar sueño alguno antes de que ésta acabase. Luego de esta rutina, caí dormido en mi oscuro y empolvado cuarto antes de recibir la atroz llamada que nunca olvidaré por haber sido la más inesperadamente oportuna en lo que va de mi vida.


La llamada me despertó. Antes de contestar el teléfono chequeé la hora en el mismo. Eran las cinco y tres minutos de la madrugada.

-Diga.

-Buenos días. Le habla el Capitán Cuadros de la comisaría de Pueblo Libre. Necesito hacerle una pregunta: ¿Es usted novio de la señorita Anna Cuadra?

Le hablaba con los ojos aún cerrados por el sueño de la madrugada.

-Sí. ¿Qué sucede?

-Podría, por favor, apersonarse a la casa de su novia ahora. Ha ocurrido un incidente y necesitamos su ayuda.

-¿Por qué? ¿Le sucedió algo a ella?

-Sería mejor que lo habláramos personalmente.

Sospeché inmediatamente que lo que se me avecinaba no sería de buen gusto.

-Por qué no llamó a su hermano o a su abuela. ¿Ella le dio mi número?

-Tenemos el celular de su novia. Encontramos su número en los mensajes de texto. Los vecinos dicen que usted frecuentaba mucho su casa. También encontramos su número en el celular de su hermano. Preferiría que viniera para poder hablar con usted personalmente.

El remis no tardó casi nada en llegar a la casa Cuadra, debido al tráfico nulo de la madrugada, y el viaje no me dio tiempo de pensar en las posibilidades de lo ocurrido. Pensé más bien en si es que había dejado la luz de mi habitación encendida o si había cerrado bien la puerta de mi casa al salir. Mis manos no temblaron cuando tocaron la moneda que le di al taxista. En mi pecho no rezumbaba ningún sobresalto. Seguí relajado por el sueño que tenía hasta que vi las luces intermitentes de los patrulleros abofeteando la cara del viejo Pellegrini que estaba parado con su bata de dormir en el zaguán de su casa.

Al acercarme a la casa también divisé a la señora Keller. Estaba abrazada por su hija. Ambas sobaban lo que sostenían con sus brazos debido al frío que se sentía a esas horas. La hija de la señora Keller era muy blanca. Era tan ojerosa y tan pálida que casi parecía haber sido desposeída de animación alguna. Atribuí su color a su ascendencia alemana. Atribuí sus ojeras a marcas de enfermedades que había sufrido cuando niña. No supe a qué atribuirle esa mirada perdida ni esa boca entreabierta que la gente que pasaba a su alrededor no dejaba de extrañar.

Mucha gente topaba el saco de pana inglés que Álvaro me había prestado hace unos días. Lo usaba esa noche con una remera de mangas largas, especialmente destinada para hacer conjunto con la prenda de mi amigo. El espacio de diferencia en largura en las mangas que el saco de pana inglés y la remara  tenían era comparable con el espacio que dejaba el montón de gente que se paseaba por la casa. Los policías, entre uniformados y vestidos de civiles, me dejaban avanzar sólo por ser conducido por el Capitán que me había llamado con anterioridad. Éste me llevó a ver a Anna. Tenía mucha sangre en la boca y su mirada se había quedado enganchada hacia su pecho. Su cabello estaba algo despeinado pero nadie se fijó en ello. El cuchillo que portaba en el esternón le había roto el mismo, y había dejado de respirar con el susto propio de aquel que sabe que se está muriendo pero que no quiere morirse. Su cabeza estaba apoyada en la pared, cerca de piso, y eso había hecho que la mirada clavada en ella se quede así todo el rato. Nadie movía el cadáver. Alguno le tomaba muchas fotos. Algunos periodistas tomaban fotos de sus caderas porque desparramaban carne de las nalgas por los costados, como queriendo hacer efectos especialmente diseñados para los diarios sensacionalistas. Irresistibles para cualquier fotógrafo muy acostumbrado a observar la carne humana en desuso.

-¿Ella es su novia? –Me dijo el Capitán mirándome a la cara para ver mi reacción.

-Sí.

-Bien. Vamos a ver a la abuela.

Antes de entrar al cuarto de la abuela, recordé que nunca antes había estado ahí. Me apresuré por seguir rápidamente al Capitán a muy poca distancia de su espalda. Al entrar admiré más lo limpio y arreglado que estaba ese cuarto. Había muchas cosas viejas puestas como adornos por todos lados y fotos amarillentas apoyadas sobre las viejas consolas y los muebles. Era gente que no conocía ni me interesaba conocer. Cuadros notó que casi ni le puse énfasis en admirar a la vieja abuela Cuadra en la cama. Me extrañó un poco el ver el cuarto tan limpio y recordar a la vieja siempre tan sucia, o aparentando serlo, caminando por la casa como aquel que resiste el dolor serio que producen las caderas viejas al andar. Tenía la pata de cabra hundida en la frente, la fuerza del golpe le había destruido el hueso de la frente y le había desviado los ojos hacia adentro. Su cuerpo estaba duro y la sangre que había salido de su frente había llegado a tocar el piso. Se podían ver regados desordenadamente sobre sus mejillas, trocitos grises que antes habían formado parte del cerebro completo.

-¿La reconoce usted?

-Es la abuela de Anna.

El Capitán ya empezaba a verme como sospechoso. Tal vez no podía creer verme tan calmado. En su último intento por ver algo delator en mi rostro me llevó a ver a Álvaro. Recordé que por las ansias de ver a la vieja muerta no me di cuenta de lo que había recorrido para llegar a la limpia habitación de la abuela. Para llegar al cuarto de la vieja había que pasar por el pasillo en donde estaba la puerta del cuarto prohibido. No recordé haber visto el enorme mostrador de vajillas delante de la puerta. Por eso había pasado sin advertir nada. No había visto que la repisa no estaba y que la puerta estaba descubierta. Volteé para salir para ver hacia la puerta y vi la repisa en el fondo de la pared, donde no estorbaba y era fácil de pasar desapercibida.

-Por aquí. –Me llamó el Capitán.

-¿No íbamos a ir a ver a Álvaro? –Repliqué, señalando la puerta prohibida por la abuela con el pulgar.

-Está aquí.

El Capitán me llevó hacia el baño del cuarto de la abuela. Era bastante grande y espacioso. La ducha tenía un tubo grueso de metal que soportaría el peso de tres hombres sin problemas.  Supongo que por ese motivo fue que Álvaro eligió ese lugar para ahorcarse. No había mucha  diferencia entre el Álvaro vivo y el muerto. Seguía tan lívido como siempre. Tal vez nunca sus negros pantalones pitillos, que ahora estaban suspendidos en el aire, habían hecho contraste con una tan blanca palidez como el de la tina del baño de la abuela. Todavía tenía esa mirada de loco al vacío, sólo que esta vez miraba por última vez.

Ya me sacaba el Capitán de la escena del crimen cuando me llevaba por el pasillo del cuarto prohibido y aproveché para pararlo.

-Capitán. ¿Me deja ver algo?

-¿Qué quiere ver?

Me acerqué a la puerta. No estaba violentada ni tenía marcas de haber sido rota. Parecía que con el simple hecho de girar la manija de la puerta ésta se abriría. Por fin, en esa noche, me sacudía el pecho por la emoción y mis dedos empezaron a temblar un poco. Mis labios se separaban uno del otro muy sutilmente. Supongo que el Capitán logró ver esa insignificante señal de alerta.

-Esta habitación. ¿Puedo abrirla?

-Ya lo hicieron. Pero, adelante. ¡Hágalo!

Giré la manija y a puerta se abrió. La empujé con mi hombro izquierdo lentamente. La bombilla del techo de la habitación estaba encendida. Las paredes eran grises, algo deterioradas por el tiempo. El piso era igual que el que estaba en toda la casa. El techo no tenía nada más que la bombilla colgando del centro y el espacio reducido que las escaleras principales de la casa de reclamaban para existir. El interruptor estaba al lado de la puerta, era blanco y hacía click. De ahí en más, en esa habitación no había nada.