sábado, 9 de junio de 2018

LA ADMINISTRADORA ASTUTA


Si algo nos ha enseñado la historia a través de sus tan ciertos y a la vez absurdos tiempos es que la humanidad siempre ha tratado de sobrevivir... ¡a toda costa! Cuando pueda, lo hará en una forma colectiva y comunitaria, pero cuando los tiempos aprieten lo hará como le sea posible, a las malas si es el caso, ya que tiene mente y manos para transformar el mundo a su conveniencia, tratar a los demás seres vivientes a su antojo, apoderarse de todo lo que pueda y, sobretodo, crear mitos.

Antes de seguir con esta historia debo advertir al lector que todo esto no tiene nada de mito. Esto sucedió y hasta ahora sucede. Es real. Es lo que la novia que alguna vez tuve y se fue tuvo que hacer para sobrevivir en la Buenos Aires de aquellos tiempos que no son muy lejanos a los de ahora pero, como todo lo que se pierde en el tiempo, también se fue para nunca más volver.

Siempre fue una raza extraña la de los gitanos. ¡Esa raza trashumante! Raza sucia, cetrina y desprolija para algunos; mitológica y pelandusca para otros. ¿Para mí? Una interrogante siempre yesca, como dispuesta a encenderse ante la menor chispa que se le arrime. Y, claro, por mi profesión de actor siempre quise conocerlos. No vaya a ser que en un futuro no muy lejano me tocara interpretar a uno de ellos y me tomen desprevenido (siempre me gusta ser el que da el chasco y no el burlado).

La gente les teme a los gitanos por su fama de embaucadores y tramposos, por lo que esa parte de la historia ya debe ser conocida, pero nadie se pone a pensar en la cuita que debe significar sus vidas. Y así, andando por las vetustas calles del centro de Buenos Aires en uno de mis viajes al país austral, en una de esas paralelas que tiene la calle Corrientes -la que nunca duerme-, la conocí pegada como estampilla a una pared, en el medio de un tumulto de gente, en lo que yo percibí primero como un conato de estafa a la que, por supuesto, me metí de cabeza.

Así conocí a la gitana Tasarla. Su madre y ella eran de Andalucía, su padre había salido corriendo al enterarse de su futuro nacimiento hacía ya 18 años, y ante mí, jugando al tril (o a la mosqueta, como ella le decía), estaba lo que quedaba de aquella aventura. Una gitana tan baja como voluptuosa en extremidades y busto, de espalda ancha y del color del atardecer, que ahora vivía robándoles unos pesos a los despistados turistas que pasaban por ahí.

Me acerqué a ella y cuando ya casi no quedaba nadie rodeándola le dije: "Quiero conocerte. Quiero jugar contigo". A lo que ella respondió: "Contigo no juego. Te vi cómo me mirabas hace un rato. No quiero estafarte. Me caes bien". Su acento era de una tonalidad indefinible y eso me sedujo, emocionado respondí: "Entonces, hagámoslo por el honor o por el simple placer de jugar". La mujer se relajó, hinchó su busto, dejó de traspirar, revisó lentamente con la mirada mi oscuro ropaje hasta llegar a ver fijamente mi pálido rostro frente a ella y me dio una mirada coqueta. Así, sin más que conocer sólo mi serena actitud y lo que había a la vista, le acepté el flirteo con fervor –un fervor de Buenos Aires- y aún me quedó astucia para lanzarle un piropo en contraposición, del cual no recuerdo ni tres palabras ni de cuántas se componía. “Es el mejor piropo que me han dicho desde que llegué a la Argentina”, me dijo. Ella mostró sus cetrinos dientes en una sonrisa impagable y procedió a tomar sus naipes. Sacó una baraja inglesa, de aspecto anticuado, con cartas gruesas y con pinta de haber librado miles de bazas, y escogió dos reyes, el de espadas y el de tréboles, y me dijo que el juego se trataba de seguir el as de corazones en todo momento.

No eran para nada unas barajas comunes. El rey de espadas era imberbe y bastante joven, usaba un collar de esmeraldas que le cruzaban todo el pecho y debajo de cada esmeralda colgaba el símbolo de su palo en oro. Con la mano izquierda sostenía una varilla, dorada también, cuya punta amenazaba con penetrarte el cuerpo, punta que era también el símbolo de su palo. Lo más pendenciero que poseía era su mirada fija hacia el jugador y su media sonrisa burlona, como la de aquel sádico espectador que se detiene a mirar cómo te torturan en una plaza pública.

El otro rey no era tan aterrador sino más misterioso. Usaba también una varilla, pero tenía un indefenso y tres veces redondo trébol en la punta. Este sí había dejado crecer su barba y tenía la mirada puesta en el horizonte. Lo misterioso e indefinible venía en un estandarte que se sostenía hacia su lado derecho. Tenía dos partes, una muy parecida a la bandera de Barbados, con dos líneas violetas y una del color de la mostaza en el centro, ambas verticales, y continuaba con los cuadros rojos y blancos de la bandera croata. Un medallón con un único dije colgaba del pecho de este rey taciturno.

El as de corazones era el más hermoso. Una corona de puntiagudas acederillas rosadas de cinco pétalos rodeaban el dibujo principal y un lazo celeste adornaba su cima. Cuatro flores hacían un rombo en el final puntiagudo del corazón y más abajo se podía conocer un poco sobre la fabricación e impresión de tales obras de arte: Made in Hong Kong.

La cubierta del mazo era más floreado que un adorno octubrero del Señor de los Milagros. Rosas amarillas en el centro, rodeadas de lluvia imposible, rodeadas de más rosas rojas, rodeada de más rosas blancas, rodeado todo de más rosas rosas, todo puesto sobre un velo turquesa, enmarcado todo en un pan de oro dorado... ¡arte! Demás está decir que yo, al ser muy malo con las descripciones y peor aún con la escritura, no podré jamás igualar con textos lo que sería ver tales naipes con los ojos vivos.

Pero, además de eso, ya saben de qué se trata la mosqueta, así que no hace falta que diga cuántas veces tuve que fallar al intentar voltear el bendito as de corazones. Ella me habría ganado mucho dinero si hubiéramos jugado como embaucadora y embaucado. Pero Tasarla no quiso estafarme, porque de eso se trataba todo, o más bien de un truco, o una habilidad, o una ilusión... o, lo que era en realidad, un hechizo.

Una y otra vez perdí tratando de voltear el bermellón as. Cuando más lento movía ella las manos, más obvio era que el as estaba en donde parecía estar, pero al voltearlo con mi mano no hacía más que verle la cara a las figuras de los reyes, y el as siempre andaba al costado o en la mano de aquella gitana gris de cetrinos dientes.

Cuando por fin conseguí rendirme al hechizo del tril, la invité a pasear por las calles de Buenos Aires a lo que ella accedió delicadamente. Raro comportamiento en una nómada que tuvo que encontrar su vida en las duras calles de una ciudad que, por más que sea la más privilegiada del continente, no deja de ser dura como el piso en el que se camina. Y así, paseando, la hija de la madre patria me confesó muchas cosas que, me dijo, hace mucho que quería confesar a alguien. Porque a los humanos se les da bien por hablar con otros semejantes sobre sus penas y logros, ya sea como descarga de pesares o como recipientes en donde hacer supervivir sus alegrías.

Pero el pasar de los días nos hizo sentir tan bien que no tomamos el tiempo de nuestro noviazgo. Pudieron haber sido catorce días, como catorce meses, como catorce años y no recuerdo si fueron sólo catorce noches, pero fueron infinitas, o al menos eso era lo que alcanzábamos, el infinito, cuando estábamos uno en los brazos del otro. Aguantándonos, mimándonos, calentándonos y a veces enfriándonos... créanme, era mucho más difícil lo último que lo penúltimo, a pesar de que el invierno argentino perdona menos que un centro forward hambriento.

"¡Jamás toques sin mi presencia los naipes de mis antepasados!", gritó Tasarla una noche de confesiones de invierno. Era la primera vez que se ponía histérica luego de tanto amor dado y recibido, en la cama o en el suelo, yendo de la cama al living, o a escondidas pero como dos valientes.

-Tengo que salir a trabajar. No toques los naipes Azabache ni ninguna de las viudas como te advertí. A mi regreso te explicaré la razón como te prometí-. Aclaró la gitana al día siguiente, como compadeciéndose de mi curiosidad.

Aquellos días había conocido la morada de la gitana en soledad. Releyendo sus libros viejos que ella misma decía haber heredado de sus antepasados. Algunos sobre filosofía alemana barata y otros sobre cómo tejer mandalas a crochet. Recuerdo que me quedé ojeando un viejo libro negro cuya tapa dura parecía haber sido hecha con piel de cerdo -si no humana- y que sobre la tapa se leía: Necronomicón. El libro de la ley de los muertos.

Aburrido de ciencia ficción y de cuentos de hadas decidí un día no lo pasaría solo. Si Tasarla había ido a trabajar la encontraría en el mismo lugar donde la conocí. O tal vez cerca, por ahí. O debería sólo guiarme por el tumulto de gente que no sería difícil de localizar. Pensé que quizás podríamos cenar juntos. Siempre me gustaba ver como lucían esos faldones largos de telas hindúes en los restaurantes de gentes pipiris nice (como dicen los mexicanos). Así salí a caminar por las frías calles del Buenos Aires de aquel entonces. Me distraje comiendo Mantecol, comprando historietas de El Eternauta, viendo camisetas de fútbol y visitando las tiendas de discos porque de Tasarla no encontré ni el rastro. Lo más icónico de la búsqueda fue la sorpresa que me di cuando los parroquianos de las laderas me dijeron que tal evento gitanense sólo se daba, más o menos, una vez a la semana. ¿Dónde había estado entonces mi gitana estos días? Me aseguré de no estar pensando demás y hallé una salida: tal vez trabajaba en otras plazas de la ciudad cada día diferente.

Así, aposté por no complicar más los pensamientos y me decidí a gastar un Mantecol por plaza visitada. O por lugar en donde el tril pudiera jugarse. Comí como catorce (¡infinitos!) de aquellos tan deliciosos manjares de maní, pero no encontré ni el olor a tela corriente que de Tasarla sabía emanar.

Cuando llegó a casa encontró varios cajones abiertos. Yo había olvidado reponer las cosas cuando, enloquecido, empecé a buscar entre las velas y las quimeras de metal que ella coleccionaba. Los dados estaban por todos los lados de las mesas, algunos inciensos yacían cuan largos eran en el suelo y el frasco en donde Tasarla guardaba sus dientes de leche estaba abierto. La mujer, enfurecida ante tal escena, exacerbó su ancha espalda y corrompió su mirada contra mí. Yo, sereno, yacía sentado en el sofá, frente al televisor, viendo un programa deportivo mientras comía lasagna.

"¿Por qué eres tan malo? ¿No te da pena?", susurró fuerte mientras se arrodillaba a recoger sus medallones de acero africano y sus raros dijes antiguos, que al menos estaban sobre la alfombra, pero que seguían siendo las joyas más preciadas que ella poseía.

Medio arrepentido de lo que había provocado, me acerqué a ella y le hablé en tono reconciliador.

-Me enfadé porque fui a la plaza y no te encontré. -Le advertí.

-Vampiro malo. -Respondió aquella. Y tocando mi mejilla me ofreció una explicación.

-¿De dónde crees que sale el dinero para todo el mate que te tomas, la lasagna que te comes y la casa donde vivimos? La mosqueta no alcanza. No me juzgues por lo que te voy a confesar, es un secreto de familia que compartiré contigo porque has llegado a calarme tan hondo que para sacarte de mí voy a tener que necesitar otra maldición.

Y así, aquella gitana de ojos redondos y anchos muslos, me contó lo que tuvo que hacer para sobrevivir en aquellas duras calles del Buenos Aires de aquellos tiempos. El relato que viene a continuación, debo advertir, es un relato maldito. Si alguno de los lectores no quiere verse inmiscuido en demoníacos caminos, será mejor que deje estas líneas al instante y no lea más. Porque si desde el don a la maldición hay sólo una cuarta, del pensamiento a la realidad hay sólo un par de dedos. Platón decía que si algo es dicho fue dicho porque fue pensado. Yo digo que si algo es leído, es pensado y, ergo, si es pensado es poseído.

El truco es el principal juego de naipes que se juega en toda la Argentina. Su aprendizaje es divulgado a los hombres y mujeres desde edades tempranas. Nadie se queda sin jugar al truco en la Argentina al menos una vez en la vida. Y, aunque se sea un pésimo jugador, al menos se sabe de qué se trata. Así, la gitana de tremolante cintura lo eligió para que sea su juego. Esta vez, el demonio que acudió a su llamado dijo llamarse Moloch Baal.

Me contó Tasarla que Moloch era de mi tamaño y usaba cuernos, que cuando lo vio no sintió temor pero sí un poco de asco por el olor. Supuso que era por el sobretodo de felpa que no se quitaba nunca -él mismo se lo confesó, creo-, ni en verano. No tenía nariz, sólo el hueso donde se suponía iría el cartílago, y casi nada de cabello. Me dijo que le sorprendió notar que sus piernas tenían forma de alicate. Luego le dijo que el aspecto era lo de menos ya que, según él, podía cambiarlo a voluntad. La técnica para invocar ayuda de mundos ocultos, me informó mi bella gitana, era harto conocida por todos sus parientes. Su madre le había enseñado cómo hacerlo por si alguna vez llegaba a necesitarlo. Así, Tasarla hechizó varias barajas, incluyendo la que usó la primera vez que la conocí.

-Ah, eso era. Jamás hubiera podido encontrar el as de corazones por eso. -Dije emocionado. Resulta que no era yo tan lento.

-Ese juego es imposible de vencer por las cartas. Están hechizadas. Y ahora te voy a enseñar en lo que consiste todo esto paso a paso.

Como todo en la vida, y parece que también en la muerte, o en donde sea que exista Moloch, todo tiene un precio. Nada es gratuito y -como en Villa Fiorito o el Fuerte Apache- nadie te regala nada. Menos un dios demonio proveniente de... vaya el diablo a saber en qué dantescos quintos infiernos vivirá tal criatura. Así las cosas, las reglas eran las siguientes:

1.- Las cartas harán ganar el juego global del truco al poseedor de éstas siempre que las reglas se digan antes de empezar el partido en presencia de todas las cartas del mazo. Las cartas deben 'escuchar' las reglas pactadas.

2.- Para que el poseedor del mazo gane el juego debe tirar las cartas a la mesa siempre usando la mano siniestra (si se usa la mano derecha el pacto quedará cancelado por todo ese partido).

3.- El pacto sólo servirá para el juego del truco argentino.

Y lo fuerte venía aquí...

3.- Si alguna de las cartas tocara el suelo, el alma de la persona que la/las haya dejado caer servirá a Moloch como esclavo en el infierno por el resto de la eternidad.

4.- La primera hija que tuviera Tasarla debía ser entregada a Moloch para que él la desvirgara al cumplir los nueve años de edad.

Alguna vez le pregunté a la gitana de ojos redondos la razón por la que jugó su propia sangre en aquel pacto miserable. "De todas las veces que he burlado en la plaza, he amado todas las veces que he jugado con mi sangre en las manos. Mi madre burlaba con su sangre. Hechizó sus cartas para no perder, como yo, y jugó con su sangre para sobrevivir. La madre de mi madre también fue burladora. De todo lo jugado yo amo sólo aquello que he jugado con mi sangre. Por eso te amo a ti, porque para estar conmigo también apuestas tu sangre. Mi primogénita podría ser también la tuya", se deschavetó a decirme en forma reveladora.

Yo me quedé pensativo. No es cosa fácil comprender los designios ni el compartir tu sangre con sangre ajena. Pero yo odio a los cobardes que no juegan con su sangre, o con la sangre que corre por sus venas y que ellos mismos no la consideran más valiosa que la de sus retoños. Tasarla no se le corrió a tal propuesta y yo tampoco pensaba hacerlo.

Moloch, cada vez más hediondo, anunció que se llevaría los viejos naipes españoles con los que alguna vez la abuela de Tasarla vaticinó el futuro de la gente. Eran dos pares de mazos, uno de cubierta roja y otro azul, hechos en la Fábrica de Naipes Finos de la Viuda de Antonio Comas, pertenecientes a la marca Sebastián Comas y Ricart de Barcelona, e incluso tenían el sello de exportación en el cinco de espadas. Databan del año 1911, cuando Josefa Ribó Gruchaga, viuda de Antonio Comas, regentaba tal fábrica. Moloch los devolvería al día siguiente con el hechizo hecho. Así lo hizo. Al día siguiente los dejó en la puerta de la casa, con un olor nuevo, como a placard cerrado por miles de años. Ambos juegos de naipes tenían el mismo hechizo. El estuche de cuero con diseños de palos de barajas en alto relieve en el que se guardaban había envejecido en los bolsos de la abuela de Tasarla tanto como las cartas. Nunca vi a la española usar las cartas de cubierta roja en público, sólo en casa, cuando me enseñaba a jugar o cuando invitábamos a amigos y amigas a pasar la tarde tomando mate. A los bares siempre llevaba las azules. Decía que apreciaba más la rojas porque su abuela le había enseñado muchos trucos con ellas durante su infancia. Las azules, en cambio, siempre las ponía en el bolso antes de salir a trabajar, como aquel soldado que cuelga su fusil al hombro antes de adentrarse en el bosque.

"De todas las cartas que he hechizado, es cierto que esta es la que más me ha costado. Entregar a mi primera hija a Moloch al cumplir los nueve años es prácticamente un acto delincuencial. Pero me libero de tener que llorar por un hecho que, no sólo aún no ha sucedido, sino que puede que no suceda nunca. ¿No crees?", preguntó la gitana mientras caminábamos al boliche a donde ella sabía ir a jugar al truco. Esta vez me estaba llevando con ella para que yo aprendiera a jugar. Me contó que la primera vez que fue a probar si la maldición -¿o bendición?- de Moloch era real, no quería dejar de jugar. Humilló a varios viejos truqueros y limpió a otros más despistados. Al poco tiempo se dio cuenta que algunas veces tendría que perder a propósito o a la larga nadie querría jugar con ella nunca más. Al menos, no apostando dinero. Así, en algunos partidos perdió a propósito tirando las cartas con la mano derecha. Siempre calculó perder menos de lo que ganaba. Creo que era la única mujer en Buenos Aires que se metía a los bares y cantinas a retar a viejos gallos del truco y apostar grandes cantidades de dinero.

Pero aconteció que cierto día en el boliche llegó a transformarse en noche, y esa noche llegó a transformarse en madrugada. Y en la mesa yacían cuatro jugadores, ella tenía por compañero al Manzo -así era su apellido-, un viejo flaco adicto a la nicotina del Pall Mall rojo. Tomaba las cartas con sus dedos amarillentos y sus uñas largas y enmugrecidas y su sombrero de ala ancha llevaba impregnado en su felpa el paso del humo que su nariz había expulsado por un lustro, todo el tiempo de uso que el sombrero llevaba calzado en su puntiaguda cabeza. Sus rivales, un tipo canoso muy lisuriento y otro hombre obeso, ya sin cabello, que usaba, sin el mínimo cuidado por la armonía, un jersey a cuadros con una cuellera sintética, ambas imposibles de combinar.

Tasarla se había preocupado de que yo conociera y congeniara exitosamente con sus compañeros de juego y hasta habíamos intercambiado algunas historias entre nosotros y, por supuesto, habíamos ya declarado quién era Menottista y quién Bilardista y las prerrogativas futbolísticas nos daban vueltas en la cabeza cada vez que nos veíamos y nos recordábamos. Luego, ya sea sobre el lugar, sobre los licores que vendían allí o sobre el juego, no habíamos tenido problemas de raza ni de origen. Yo era más blanco que ellos y, aunque sabían que yo era peruano, no me trataban como un extranjero. Eso me reconfortó. Que te hagan sentir extranjero es, para mí, lo peor que te puede pasar cuando lo eres. Pero, cuando todo andaba bien y yo me andaba comiendo el más rico postre de dulce de leche que vendían en el local, y ya me disponía a probar su nueva receta de pasta frola, ella les pidió a todos una pausa y me dijo que la acompañara a los servicios higiénicos.

-Creo que me equivoqué -me confesó tomándome de las manos en el pasadizo al que daba el baño-. No sé qué sucede. Esta es la apuesta fuerte y algo no está bien. No sueltan puntos y creo que es ese diablo maldito. Moloch no me advirtió nada pero creo que es porque he pensado en cómo evitar pagarle. -Me contaba ella mientras me miraba fijamente a los ojos, como buscando que los míos la ayudaran. Como buscando alguna forma de no perder los cinco mil pesos que había apostado.

-¿Apostaste cinco mil pesos? -Pregunté sin pensar. La verdad es que yo había estado muy ocupado tratando de conseguir la Coca-Cola más helada de la heladera del bar que ni me había dado cuenta de cuando la apuesta se había pactado.

Solían poner cada uno 500 pesos a lo mucho, pero esa noche se habían mandado con cinco mil, lo cual sumaba 20 mil, y siempre se lo daban todo al dueño del boliche, quien también era el barman, y luego él se lo daba al ganador y de ahí se iba cobrando todo lo que se bebía y se comía. Lo cual, también me implicaba a mí, que ya me había comido como siete pasteles -algunos sólo los había probado, pero igual había que pagarlos completos- y me había bebido casi una botella y media de fernet y como un litro de Coca-Cola.

-No sé qué voy a hacer si pierdo.

-No puedes perder con esas cartas.

-Es un pacto con Moloch. Es un demonio. No debí evitar que el Manzo dejara caer las cartas.

-Confía en el pacto.

-¿Confiar en un demonio?

Le di paz y la tomé del brazo. Sentí que temblaba. Perder tanto dinero la derrumbaría. Yo lo sabía. Era casi todo el dinero que había ahorrado desde que empezó a jugar con sus cartas Viuda de Comas. No era tan fácil quitarles el dinero a viejos jugadores de truco argentino aún con los naipes malditos de Moloch.




Los rivales de Tasarla habían quedado traumados por las victorias anteriores que Tasarla había conseguido y esta vez habían ideado un plan kamikaze. Sacrificaron las señas propias para estar totalmente atentos a las señas de sus oponentes. Así, Tasarla y su compañero fumador no habían podido mandarse ni una mueca en todas las bazas. Llegó tal situación en la que ella tenía un siete y un tres de bastos y otro siete de copas. Es decir, estaba perfecto para el primero y llegaba al truco con sólo un tres. Y por más que miraba al tipo del sombrero no se podían hacer ni un guiño o se delatarían. Callados sus rivales, al ser ella mano, con sus 30 de tanto canta 'envido', para no asustar.

Para revirar, y sin saber nada de su compañero, el tipo canoso de grosería fácil le espetó otro 'envido' con sorna. Gitana sintió ese cosquilleo en la cintura que se siente al quedar en peligro, ya sea de muerte o de humillación, y se notó que se quedó sin palabras, sin saber qué decir, hasta que el compañero de bigotes despoblados y figura famélica se mandó con un 'real envido'.

-Manzo, son siete puntos. Estamos ganando. ¿Estás seguro?

-Real envido, dije. A ver si son tan machos. -Recalcó el de apariencia enferma. Así, el hombre de la derecha dijo 'quiero' y la apuesta se selló con la misma autoridad con la que se comunicaba Dios, con la palabra.

-Cante, señorita. -Dijo el de arios cabellos- Usted es mano.

-30. -Cantó mi amada.

-31. -Gritó el tipo de al lado con el mismo odio con el que apretaba las cartas malditas por Moloch.

Tasarla miró a su compañero. Éste se serenó, miró al canoso y al tipo de la cuellera ridícula y se puso de pie. Todos pensamos que iba a salir corriendo, pero al momento caímos en que lo que iba a hacer era lanzar sus cartas. No podía cantar 31 porque la mano de su costado también los tenía. Debía superarlo y lo hizo:

-32 son mejores. -Gritó con voz de sargento un lunes por la mañana, como queriendo que lo escuchara el barman, los que jugaban billar en el otro extremo del boliche y hasta los borrachines soñadores que a esas horas venían por las empanadas de jamón y queso para bajar los dolores producidos por la gastritis. Pero, antes que tirara sus cartas y ganara el partido con los siete puntos apostados, el tipo del jersey lo detuvo hundiéndole un puñal en el corazón de su orgullo... o le cantó 33, que es lo mismo.

-Ambos estamos a cuatro. Aún podemos... -Trataba de explicar Tasarla.

-¡Truco! -Vomitó el hombre, ahora de pie, dañado en su amor propio. Había quedado en ridículo -más que el vestuario del tipo de jersey y cuellera incombinables- y no iba a permitir que el tema se quedará así. Fue más un cante de truco como diciéndole al otro que podía haber ganado siete puntos con una viveza, que tal vez podía ser más vivo y calculador, pero que jamás sería más macho que él, ni siquiera más macho que su olor a cigarrillo Pall Mall rojo. Tal evento me sirvió para darme cuenta que el Manzo, además de los dedos, tenía los dientes tan amarillentos que parecía que se los había pintado con témperas.

Tasarla estaba más ocupada apuntando los tantos en el papel y al levantar la cabeza se dirigió al Manzo.

-Estamos a cuatro.

-¡Quiero! -Arrancó el del jersey a cuadros de su boca y todo estaba consumado.

Tasarla estaba muy nerviosa. Parecía que no estaba sentada en una mesa de truco sino en un bus enrejado rumbo a prisión. Cuando las cartas que sostenían sus manos empezaron a temblar soltó su siete de bastos, siempre con su mano izquierda y lentamente, y se quedó con un tres como aferrándose a la esperanza. Así, descubría a sus rivales la otra carta que tenía, porque sólo con un tres podía sumar los 30 que había cantado.

-¡A la mierda todo, carajo! -Dijo el hombrón de cabellera color de la ceniza fresca que se sentaba al costado derecho de Tasarla y tiró un cinco de copas.

¡Un cinco de copas! La esperanza llegó a los ojos de mi gitana de hombros anchos y labios gruesos y por fin abrió sus ojos a todo lo que daban. A su tamaño natural que me enamoró la primera vez que la vi en aquella plaza de mi Buenos Aires ahora más querido que nunca. El viejo tenía que tener un seis de copas, una carta que vencería con su siete de copas que había guardado.

-¡Esta va! -Argumentó nuestro compañero de corbata barata mientras lanzó ese siete de velos tan cotizado en la escoba de quince. Tal siete de oros -como decía Borges- tintineó esperanza por un par de segundos, sólo hasta que el tipo que nunca aprendió a vestirse adecuadamente jugó:

-¡Recontra va! -Y aplastó las tres cartas de la mesa con un siete de espadas. Los dos rivales y un par de mirones que se habían acumulado alrededor de la mesa estallaban en murmullos de emoción. Luego del siete de espadas el seis del mismo paso caía sobre él.

Cuando las risas se calmaron recién advertí que Tasarla estaba sudando (¡Oh, ese sudor que me alegraba tanto los dientes!). Si ellos ganaban esos dos puntos del truco estaríamos perdidos. Mi gitana y nuestro compinche perderían el pozo entero. "Poné algo, gitana", le dijo el compañero que se había ido de boca con el envido pero que ahora lucía más ecuánime.

Tasarla lo miró. El Manzo le asintió y le repitió que pusiera algo. Ella volvió a usar su mano izquierda para tirar ese tres que ya todos sabían que tenía. Pasó la saliva, empezó a sudar de la superficie que está arriba del labio superior y se quedó mirando a la mesa como pensando en que el negocio que había hecho con el diablo, ese trato cruel, había sido en vano.

-¿Me vas a cantar el retruco, seguro? -Pensó en voz alta el homo-sapiens de cabello blanco de su derecha.

-Quiero. Ya lo dijiste. ¡Quiero! -Dijo nuestro compañero, ahora más pausado. -¿Tú nos crees pelotudos?

-¿Me vas a cobrar esa?

-¡Quiero, dije! Es el reglamento.

-El reglamento las pelotas. -Amenazó nuestro adiposo rival y tiró sólo su seis de copas. El flaco se deshizo de su cinco de oros (una carta que llevaba un diseño informativo del premio Exposition Universelle que ganó la marca de Naipes Comas aquel 1878 en París) y el del jersey completó la caída de todos los puntos cantados al tirar su seis de espadas (con el texto Vitela de Hilo entre los dibujos de los sables). ¿Por qué hicieron esto? ¿Por qué no ganaron en segunda? ¿Pensaron que lo mejor sería terminar todo en esta partida? Algunas cosas estaban pactadas desde antes de jugar.

-¿No vas a pedir nada más? -Provocó el de cabellera ceniza luego de que la española dejara caer su última carta, el siete de copas.

-Al frente lo tenés a tu amigo el mono Paco, que te salve de este trance. Quiero ver y ‘Vale Cuatro’.

-Lo que ‘Quiero’ es ver si es tan macho. -Dijo el enemigo y el ancho de bastos fue lanzado.

En el mismo instante que la cartulina pintada tocaba la mesa, el compañero de Tasarla ya no fue lo que era. Y mientras aquella hembra yacía ahí sobre la mesa, provocativa, divisé a la mía arrepentida. No sé si se sentía estafada o se había arrepentido de todo, pero yo la tomé de las dos manos, que ya no sostenían más naipes, y se las empuñé. Ella me miró con unos ojos que parecían haber sido atravesados por relámpagos, pero no porque quería mi apoyo, sino porque ya no quería saber nada más del juego.

-Y si quiere, hay que darle. -Se mofó el tipo de la chompa y la cuellera.

-Quiero a ver. -Habló el canoso... y calló para siempre.

-Al que quiere se le da. -Espetó fuerte el fumador y le rompió el ancho de bastos con el macho maldito de Moloch. Nunca antes la gitana de Andalucía había visto tan filosa esa espada envainada. Nunca antes la había visto tan fálica y tan dulce. Nunca antes había sufrido tanto para ganar con sus naipes Viuda de Comas.

Alguna vez escuché a Menotti decir que si alguien no quería correr riesgos al jugar, lo indicado era que no jugase, ya que la única manera de no correr riesgos en un juego es no jugándolo. Tasarla no tenía problemas con los riesgos, lo que no la dejaba dormir por las noches era el tema de la moral. ¿Se puede jugar éticamente un juego sabiendo que tal juego es imperdible por un pacto previo que se hizo con el demonio? Tasarla supo resolver el problema de manera tan lógica como brillante.

-No puedes jugar con esta ventaja y a la vez respetar la ética del juego. Supongo que puedes jugar con gente adinerada, unas cuantas veces hasta recaudar lo que necesites, y luego esperar un tiempo. Nadie se va a morir por perder unos cuantos pesos. -Le anuncié cierta noche.

-Mi vampirito bello -me respondió ella siempre cariñosamente-, estas cosas ya las resolví en mi mente. Sabes que en el tiempo que llevo de vida he hecho muchas cosas en favor de los más necesitados, pero siempre me quedaba ese sinsabor. Algo que me faltaba hacer y que me dejaba incómoda y que desconocía. Y eso me llevaba a no poder pensar en el bien de los demás con todas las ganas que quería. Me tomó un tiempo darme cuenta que yo podía pensar más en el bien de los demás mientras yo estaba más alegre. Conversando con Moloch me di cuenta de que el secreto de la felicidad colectiva está en saber alegrarse uno mismo. Él me dijo que la gente no se da cuenta, pero la felicidad colectiva se basa en suprimir individualmente el daño a los otros. Mientras más alegre estés, menos pensarás en hacerle daño a los demás. Por eso no debemos ayudar a nadie, porque al ayudarlo estamos ofendiendo su orgullo, y el otro necesita su orgullo para poder conseguir alegría. Sin orgullo, no se puede obtener alegría, y sin alegría individual más probabilidad habrá de pensar en daños externos que afecten a los otros. Por eso, al jugar y ganarles su dinero, yo obtengo alegría y ellos obtienen su orgullo y sus ganas de revancha, lo cual les dará un propósito al cual llegar para conseguir su alegría. Pero no puedo devolverles el dinero ganado ni ayudarlos económicamente, porque estaría ofendiendo su orgullo y robándoles el disparador hacia su propia alegría. Así, en vez de esperar regalos, ellos deberían venir y tratar de quitarme lo que tengo por la fuerza, pero no podrán, por el hechizo, pero lo que sí podrán es pelear, y es en esa pelea en la que radica la fuerza de su espíritu. No en la victoria, sino en la pelea es que ellos reafirman su orgullo y son alegres, así ellos tampoco pensarán en el daño a los demás, porque serán alegres peleando por lo que creen. Pero si caen en esperar regalos o mendigarme lo que perdieron jugando conmigo, más valdría que yo les hiciese el favor de ayudarlos a morir, porque ya no podrían ser alegres y entonces los demás sufrirían sus futuros pensamientos dañinos. El daño colectivo estaría en la molestia que les causaría el darles y el no darles. No hay forma de salir ese ese círculo si no es peleado y siendo alegres en ese intento.

Al escuchar el sonido que salía de los gruesos labios de aquella española no pude retener el ímpetu por pedir que me repita lo que me había contado a la ligera.

-¿Hablas con Moloch?

Luego de eso me contó muchas cosas de sus charlas. Resulta que la voz del diablo no era tan grave como lo imaginaba, pero sí media asquerosa, como si se hablara con la boca llena de sábila. Ella me dijo además que siempre andaba oliendo a perfume cítrico para disimular su verdadera pestilencia a armario viejo. Tasarla me contó que ya casi no le quedaban metales oxidados en casa porque Moloch se los había ido pidiendo todos. Le había confesado que se los llevaba para lamerlos y relamerlos: a los habitantes de ultratumba la mezcla de oxígeno y metal les resultaba un manjar imperdible.

Demás está decir que no entendí nada de lo que me dijo Tasarla sobre su propia moral en el juego del azar. Pero ya no me importaba. Las cosas llegaban a casa y ella estaba siempre contenta. Cuando en un lugar ya no querían jugar con ella, se iba a otro bar en el que no la conocían y seguía retando a quien se le pusiera enfrente. Pero, obviamente esto no podía durar por siempre. Si es posible vivir de apostar, no lo sé, no es mi materia el juego ni el análisis vivencial (eso se lo dejo a los escritores de manuales de autoayuda, a escritores de verdad o a escritores benditos), pero una cosa sí sé: no se puede vivir de un pacto con el sabio.

La llamada que nos llegó de madrugada no podía ser más inoportuna. Aunque era lógico, ya que a esa hora era de día en Sevilla. Pero digo que fue inoportuna porque se realizó justo cuando Tasarla me enseñaba uno de los últimos trucos con sus cartas hechizadas, una de las tantas. Esta vez era el que más me interesaba: las cartas de Hong Kong.

Cada cartón pintado era único en su especie y no había copia de ninguna en todo el continente que pisábamos nosotros. Así, aprendí a hacer ese truco de la mosqueta, más que truco una estafa, que se hacía con el hechizo de un diablo del cual Tasarla guardó el nombre para su infinito. Lo que me alegró fue que podía hacerlo usando cualquier figura y cualquier as. Podía usar su Jack de corazones, cuya figura era la de un tipo de cabello encrespado semi corto, con un mostacho delgado, portando un rifle en su brazo izquierdo y un blanco en su mano derecha en cuyo centro había dibujado un corazón -por las marcas de tiros en el blanco, a darle al corazón ni se le habían acercado-; o podía usar su Jack de tréboles, cuya figura era la de un tipo de bigotes al estilo Dalí que contaba una monedas de oro con las manos mientras miraba sonriente al jugador; o podía usar el que más me gustaba, el Jack de diamantes, cuyo tipo rubio de la figura parecía haber mandado las preocupaciones al diablo y ya sólo se disponía a beberse todo el vino de una copa flauta que tenía un adorno dorado de corazón en su centro. El rubio de la imagen vestía colores incombinables como el celeste y el lila y sostenía el mango de una daga de duelo con la diestra, como esperando que alguien lo criticara por su alcohólico accionar para reaccionar inmediatamente con filuda violencia. La reina de ese mismo palo era la más graciosa, con un escote a la vista de todos que adornaba con un collar dorado de azules piedras mientras sostenía un faisán sobre su dedo índice. Pero, con la única carta que nunca quería jugar Tasarla era con la reina de tréboles. Decía que cuando hechizó el mazo esa carta fue la única que cambió. Cambió su apariencia. La reina de esa carta había pasado de tener una flor en la mano a tener ahora un retrato circular. Ese retrato era la imagen de Tasarla. Cuando Tasarla pactó su hechizo usaba un vestido blanco con puntos negros, como el del dibujo, y siempre se recortaba el cabello de esa manera. La reina sostenía tal retrato con ambas manos y con una mirada aterradora, como invitándote a degustar tu última cena en compañía de todos los que amaste alguna vez, pero que ya llegó la hora de despedirse en grande.

Pero había hablado de una llamada que terminó por acabar con todo este dulce aprendizaje de trucos. Allá, en Sevilla, se postraba la madre de Tasarla, invadida por una leucemia repentina de la cual no se sabía su origen. La gruesa gitana entonces se avivó con lo que Moloch le había querido decir en sus conversaciones y no le pude sacar de la cabeza que el musculoso cornudo ese tenía algo que ver. Estaba convencida que el diablo se estaba cobrando la sangre derramada, que todo el dinero ganado no era gratuito, que el no haber permitido que nadie dejara caer ninguna de las cartas al suelo había desesperado a Moloch todo ese tiempo y había venido por los beneficios de su pacto. A Tasarla se le metió en la cabeza que Moloch se estaba llevando a su madre en compensación por sus favores.

Así, decidió dejarme todo. Su colección de naipes, que eran antiguos, diferentes y raros. Me dio instrucciones específicas sobre qué hacer con cada uno. Como todos estaban hechizados, todos tenían su única forma de desaparecer del mundo, y el hechizo con ellos. Unos Justo Rodero e Hijos, que servían para ganar en el Chinchón, debían ser quemados en carbón ardiente. Otros de la marca Joker con los cuales se ganaba siempre en el póker debían ser molidos en una máquina de hacer carne molida, alguna me indicó que debía ser tirada al mar mientras se recitaba un Ave María y dos Padres Nuestros. El par de mazos malditos por Moloch debían ser quemados con bencina en una vasija de madera con una cruz de cuarzo encima. Incluso me dio la cruz de cuarzo que ella misma había hecho a mano, modificándolo de una pirámide, que debía utilizar y que aún conservo. Así, a mí llegaron cuchillos malditos, velas que debían ser encendidas y apagadas a ciertas horas para mantener sus poderes, otros metales que llevaban encima sangre con historia y otros cuchillos que estaban hechizados para la pelea. Cosas, simples cosas que nunca sabrían que sus dueños habían cambiado. Cosas que nunca sabrían el momento en el que nos hayamos ido de este mundo. Cosas que nunca sabrían cuando llegaron o cuando se irán. ¿O es que nos esperan? ¿Y si las cosas que dejamos en casa esperan nuestra vuelta? Su deña se fue y yo quedé, y alguna vez yo me iré y quedará alguien más. Y los cuchillos, dijes, collares, naipes, reliquias, piezas de ajedrez, fichas de dominó, candelabros y joyas, encendedores y tableros que Tasarla me dejó serán conservados mientras me sirvan… o sirvan a alguien. Y sus hechizos serán perennes, mientras nosotros no. ¡Ya quisiéramos ser hechizos! ¡Ser perennes y poderosos en nuestro tema! ¿No es acaso eso de lo que se trata vivir? Querer permanecer y tener cada vez más poder. Y el cuerpo es todo lo contrario: mortal y, con el paso del tiempo, cada vez menos poderoso.

Pero lo que más apunté en el cuaderno que me dio no fueron las maneras como debía acabar con las cosas, sino el funcionamiento de sus hechizos. Cada baraja tenía poderes diferentes. Unas, claro, estaban hechizadas para nunca perder en la mosqueta (negocio del que habían vivido mi gitana y su madre y su abuela por mucho tiempo), otras para cambiar de color, otras hacían trucos maravillosos, cosas que yo nunca hubiera podido imaginar hacer. De pronto me había convertido en un mago con trucos que muchos profesionales envidiarían realizar. Incluso me dejó sus naipes Azabache, en cuya cubierta yace la silueta de un caballo negro parado en su dos patas traseras. Tales cartas son muy valiosas. Tienen muchos poderes para hacer diferentes trucos de magia que enloquecerían a cualquiera. Provienen de Andalucía y son únicas en el mundo. Fueron mandadas a hacer por un fabricante especialmente para la abuela de Tasarla, una gitana entusiasta que pretendía nunca perder jugando a la Escoba y hechizó sus cartas para eso mismo, un hechizo parecido al de Moloch, pero que al parecer no funcionó porque le costó la vida. Según la leyenda murió por olerlas. La criatura que las hechizó era un tal Mammóm y las había devuelto con una trampa mortal y no duraron mucho en las manos de la yaya. Aún se pueden hacer muchos trucos mágicos con esas cartas. Detrás de su As de oros que representa al Cesar romano hay mucha hechicería aún por salir. Y decían las tías de Tasarla que Mammón, el amigo de la abuela, gustaba reposar sobre sus figuras de reyes, en especial la del rey de oros. Decían que los ojos de Mammón estaban impregnados en los ojos de tal figura.

Pero, después de todo, yo sí me había enamorado de Tasarla e intenté dejar todo eso para irme con ella. Ya me veía yo en Sevilla viviendo con ella, bebiendo vinos europeos y visitando bares españoles en busca de nuevos rivales para el truco.

-No puedo llevarte conmigo. Tú perteneces a Buenos Aires porque yo te conocí aquí e hice el pacto aquí. Por eso debo dejarte, con mis cosas, y debes terminar con todas porque luego puede perseguirte a vos. Sólo si no llevo nada de Buenos Aires podré salvar a mi madre, así que nada que conseguí aquí se irá conmigo y eso te incluye a ti. -Me dijo con sus ojos brillosos y la pena en sus mejillas.

-¿Cómo sabes que funcionará?

-Lo sé. Sólo lo sé.

El cuaderno con las instrucciones sobre las barajas se perdieron en el tiempo, pero recuerdo exactamente el hechizo de cada una y la forma de acabar con todas ellas. No acabé con ninguna y conservé todas. Al despedirme de Tasarla en el Ministro Pistarini sentí que el miedo de su rostro era mucho más fuerte que el amor que se enroscaba en su corazón. Pero tal miedo no está capacitado para entrar en el rostro impenetrable de un vampiro ni en un corazón intrincadamente roto. Amor se fue en un avión que voló lejos y que aterrizó en Barajas a 96 pasajeros de las cuales una ya era huérfana. La cetrina gitana nunca quiso regresar a australes latitudes y prefirió la muerte. Se suicidó ahogándose en la bañera de un hotel sevillano una semana después de tornar a su patria. El informe periodístico señalaba que su cuerpo había estado gestando un feto hacía siete meses antes de su último latido. Tal vez no pudo perdonarse la muerte de su madre. Tal vez no había nada qué perdonar. Tal vez no quiso que Moloch se diera un festín nueve años más tarde.

Lo cierto es que a mí nunca se me acercó tal espécimen. Debo añadir que lo espero aquí con los naipes que él alguna vez hechizó. Cierta melancolía que me invade la espalda cada vez que tomo tales naipes con las manos me indica, como sollozando, que hay temor de venir a verme. Lo más probable es que sea cierto pero ante tal cuestión nada puedo hacer. ¿Será debido a la vez aquella que lo tomé del cuerno izquierdo, le di tres o cuatro vueltas antes de estrellarlo contra el placard por entrar a la habitación y despertarme a las tres de la madrugada? Aún recuerdo el grito de espanto de Tasarla al escuchar la puerta del placard rompiéndose. Yo alegué que como me mordió el brazo pensé que era algún tipo de animal. Nos miramos, nos calculamos, todo en esa habitación. Ella pensó que había tirado a un gato callejero que se metió a la pieza. Recuerdo que ella se levantó y lo atendió. Yo alegué que había tenido una pesadilla y al despertarme reaccioné sin pensar. Pero no. Él sabía que yo sabía. Yo sabía que él sabía. Ambos nos sabíamos nuestras maldades.

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